La razón y la pasión en la performance teatral de la política
Moderar no significa disminuir ni reprimir, sino intensificar cuando el momento lo requiere y mesurar cuando es debido: he ahí la “virtù”
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En su reciente visita a Jerusalén y Roma, hemos visto a Javier Milei llorar en el Muro de los Lamentos, bailar y reír con rabinos, comulgar en San Pedro, presenciar con circunspecta devoción la canonización de María Antonia de Paz y Figueroa y abrazar con efusiva alegría a Francisco I. Tras su regreso al país, brindó una entrevista en LN+ en la que, más que su habitual histrionismo, primaron la argumentación lógica, la racionalidad de los números y la determinación inflexible de mantener el rumbo. Guste o no, lo dijo de entrada y lo asentó por escrito: déficit cero. What you see is what you get.
En su misiva de 33 páginas, donde abundan las imprecisiones y escasea la autocrítica, Cristina Fernández tildó al Presidente de showman en la Rosada. Milei, por su parte, no rechazó el epíteto, pues “los nuevos tiempos requieren un poco de show”.
La teatralidad de la política no es monopolio de Javier Milei, sino que es tan vieja como la democracia misma nacida en la Grecia antigua, cuando el régimen popular ateniense y la introducción del culto a Dionisio ensamblaron política y performance. Dicho sea de paso, la exvicepresidenta debería recordar su aparición pública tras el magnicidio del fiscal Nisman. Puro show.
La política es escenográfica por definición y la arena política es una metáfora tomada prestada del campo de batalla, en donde los adversarios compiten y miden su supremacía. En la contienda, el papel de la razón y el rol de la pasionalidad son elementos claves, que han dado lugar a valiosas reflexiones. Para Platón, el primado de la racionalidad en el gobernante es innegociable, pues la razón calculadora (logistikón) debe tutelar emociones y pasiones. Si bien es deseable que el filósofo gobierne, cuando no gobierna y solo hace filosofía, puede entregarse libremente a la “cuarta forma de locura” y ser literalmente un poseso (una rareza que da cuenta de la incompatibilidad de filosofía y política). Aristóteles diferenció muy bien la mente filosófica del animal político cuando en su Ética dijo que Tales y Anaximandro no eran “hombres prudentes”, sino sabios, siendo la prudencia la virtud medular del político. El preceptor de Alejandro Magno puso en valor el arte de la vieja retórica, devaluada por Platón, e hizo gala de agudeza perceptiva cuando describió las notas psicológicas y emocionales que todo retórico debe tener en cuenta al dirigirse a una audiencia y calibrar el tono de su oratoria. El político es retórico, debe persuadir y argumentar apelando a la afectividad del receptor. En sus discursos, el golpe de gracia llega al final y busca tocar la fibra emocional del público: Carthago delenda est; ¡Proletarios de todos los países, uníos!; I have a dream…; ¡Viva la libertad, carajo! Así entiende Maurizio Viroli los versos finales de El príncipe donde Maquiavelo cita a Plutarco y vaticina la unidad de Italia: “Virtud contra furor/ tomará las armas/ el combate será breve”. ¿Qué mejor que la poesía para llegar al corazón del lector?
El uso retórico del discurso muestra el parentesco entre teatralidad y política. El qué se dice aparece al oyente y espectador permeado por el cómo se expresa. El qué y el cómo van juntos. Una cosa es decir: “Terminaré con las castas privilegiadas” y otra es mostrarse en público con una motosierra. En otro contexto, se puede comunicar lacónicamente la derrota de la UCR, pero incendiar un ataúd en un acto político, como hizo Herminio Iglesias, es otro cantar. Las formas, la vestimenta, la impostación de la voz, los gestos corporales, la emocionalidad facial se ajustan al mensaje, pero el éxito persuasivo no está asegurado. Así les fue a Herminio y a Imbelloni en 1983.
Siempre es estimulante volver a Maquiavelo, quien describió como nadie la virtù política y la ubicó en el registro del tacto, del olfato y de la cintura política. La asoció con la fuerza del león y la astucia de la zorra “para conocer las trampas y espantar a los lobos”. Cierto es que la política debe discernir lo justo de lo injusto, pero también lo conveniente y lo perjudicial. No solo ponderar rectamente la justicia de la memoria completa, sino la conveniencia del timing, no menos que el tono del speech que comunica. Al respecto, Hermógenes en el siglo IV escribió acerca de los estilos de discurso, inspirado por el gran orador ateniense Demóstenes. Las notas que caracterizan la elocuencia política son: claridad, carácter, aspereza, brillantez, solemnidad, vehemencia, fuerza, belleza. El estilo depende de lo que se quiera comunicar.
Como enseñó Maquiavelo, la virtù del príncipe reúne un set de cualidades asociadas más a la percepción emocional que a la coherencia racional y a la asepsia lógica. Si bien no ha de ser odiado, debe ser temido; nunca amado, pues los hombres son inestables en sus lealtades. Su buen juicio, emparentado con el olfato, debe discernir en circunstancias imprevistas y sacar máximo provecho de la voluble fortuna. Puede ser casto o lascivo; prudente o impetuoso; clemente o impío; cruel, religioso, decidido, afeminado o sus contrarios. Adviértase que se trata de adjetivaciones asociadas a la afectividad. Lo más perturbador de la virtù maquiaveliana es que la sabiduría política yace en adoptar la cualidad y la estrategia más beneficiosas en función de lo que las circunstancias exijan en el momento, no para beneficio mezquino, sino para la perdurabilidad del régimen.
Thomas Jefferson, uno de los animales políticos más grandes de la historia, enumeró las pasiones políticas como virtuous dispositions y moral feelings: confiabilidad, integridad personal, capacidad de juicio, coraje, la búsqueda de la felicidad pública, el gusto por la libertad pública. Por último, “la ambición por la excelencia”, con independencia del estatus y del reconocimiento social. Es decir, rasgos del carácter forjado por los hábitos que moderan la emocionalidad y la pasionalidad. Moderar no significa disminuir ni reprimir, sino intensificar cuando el momento lo requiere y mesurar cuando es debido: he ahí la virtù. Dicho discernimiento es esencialmente político y las decisiones, difíciles, pues tienden al futuro y conciernen a muchos. Dicho por Raymond Aron: la política es el arte de las “decisiones irreversibles y los designios a largo plazo”.
Doctora en Ciencias Políticas, licenciada en Filosofía