La quema de libros, preludio del horror
El 10 de mayo de 1933, hace exactamente 80 años, las juventudes hitlerianas, instigadas por el ministro de propaganda Joseph Goebbels, quemaron unos cuarenta mil libros cuyas ideas no condecían con el totalitarismo de Estado que los nazis comenzaban a poner en práctica: esa intolerancia fue el prenuncio del horror que luego devastaría a la Europa libre. Este hecho anticipaba la siniestra Conferencia de Wannsee, del 22 de enero de 1942, donde miembros de alto rango de las SS -guardia personal de Hitler- se dieron cita para organizar la "Solución final al problema judío".
La quema -un acto demencial, de barbarie, de xenofobia- se dio en varias ciudades alemanas, pero el epicentro fue Berlín, en Opemplatz, actual Bebelplatz, la plaza que hoy recuerda al líder August Bebel. Allí, en 2006, se creo la "Mesa redonda de las voces libres". Esta majestuosa plaza seca se halla a la vera del histórico boulevard Unter den Linden, frente a la Facultad de Jurisprudencia y a la catedral de Santa Eduvigis, la iglesia romana más antigua de Berlín. A pocos pasos está la Staatsoper, la Ópera del Estado.
Obras de Freud, Marx, Brecht, Heine y, entre otras, las de los hermanos Mann fueron pasto de las llamas. Se trató de un acto simbólico y, a la vez, político, que marcó el comienzo de la persecución de los judíos. Cito, al pasar, el caso de Edmund Husserl, expulsado de la Universidad de Friburgo dada su condición de hebreo, permitida por Martin Heidegger cuando era rector (1933-34). De ese hecho, Heidegger nunca se retractó, lo que es más grave que la expulsión misma. Para una revisión del pasado, pensemos en la conmovida dedicatoria a Ser y tiempo , de 1927: "A Edmund Husserl en señal de veneración y de amistad". A partir de la quinta edición, de 1941, y por consejo de su editor, Heidegger la suprimió.
Esa plaza, desde 1995, ofrece un pequeño memorial subterráneo - Die Bibliothek (La biblioteca), obra del artista plástico israelí Micha Ullman-, que consiste en un espacio cuadrangular de 1,35 metros por lado, protegido por un cristal cuya transparencia permite ver blancos estantes para libros, vacíos. Todo un símbolo. Junto a él, una pequeña placa ostenta visionarias palabras del también censurado -mucho antes- Heinrich Heine: "Eso fue sólo un preludio, ahí donde se queman libros, se termina quemando también personas".
Este recordatorio, al igual que otros erigidos en memoria de la Shoá, además de evocar el horror, invita a la convivencia pacífica de diferentes culturas, fundada en el respeto y la comprensión. Silencioso, se impone como una alerta para velar por la libertad, el bien supremo. Cuando lo vi, había junto a él un inmenso afiche con el rostro del eminente músico judío Daniel Barenboim promoviendo un festival en homenaje a Wagner: esa pluralidad de valores culturales, identidades e ideas se erige hoy como imagen de tolerancia y libertad.
La ceremonia macabra de la quema estuvo precedida por la falaz interpretación que el nazismo dio al incendio del Reichstag, el Parlamento, el 27 de febrero de 1931. Esa lectura malintencionada bastó para que pensadores judíos intuyeran el infierno que se les avecinaba, por lo que algunos marcharon al exilio, entre ellos, Zweig, Benjamin, Celan. La realidad terminó por confirmarles un futuro de muerte más siniestro que el que habían imaginado.
Diez años después de la quema, los norteamericanos tapizaron paredes con carteles de contrapropaganda en los que se leía: "Hace diez años los nazis quemaron libros, pero los americanos libres todavía pueden leerlos", proclama, respetable, salvo que omitían referir la caza de brujas perpetrada por ellos mismos en Salem a fines del siglo XVII, o que, en 1922, quemaron 500 ejemplares del Ulis es, de Joyce, por juzgarlo "inmoral". Años más tarde el macartismo, en su furor anticomunista, avanzó sobre libros, autores e ideas, atropello denunciado por Eisenhower en una conferencia memorable en junio de 1953. Ray Bradbury, en su célebre novela Fahrenheit 451 , que entremezcla utopía y distopía, advierte sobre esos procederes despreciables.
La biblioclastia o destrucción de libros -que en su forma extrema de intolerancia anticipa la aniquilación de personas- es tan antigua como el hombre. Hay testimonios del Egipto milenario, de Grecia, la antigua Roma, la Edad Media y los tiempos modernos. Se sabe que en Atenas se quemaron escritos del sofista Protágoras porque difundían ideas que contrariaban el pensar oficial de la polis; también Atenas, por intolerancia similar, condenó a Sócrates a beber la cicuta. En Roma, la damnatio memoriae , "la condena al olvido", fue una institución practicada incluso con carácter oficial; así, cuando el poeta Galo cayó en desgracia de Augusto, éste hizo quemar su obra y ordenó silenciar su nombre (los emperadores chinos ya la practicaban cancelando de los registros estatales los nombres de sus predecesores).
Después fueron quemadas la famosa biblioteca de Alejandría y la de Pérgamo, su rival; también, los libros de los albigenses. Siglos más tarde, en Florencia, el fanático Savonarola arrojó a lo que llamó "la hoguera de las vanidades" distintas obras clásicas, entre ellas, las de su coterráneo Boccaccio. Poco después este dominico fue quemado en la Piazza della Signoria: sus ideas molestaban al poder de la Iglesia y al de los Médici.
La quema de libros devino epidemia; de ese modo fueron entregados a las llamas Himnos de Lutero y su traducción de la Biblia. Como reacción, en 1520, Lutero incineró públicamente la bula del papa León X, que condenaba sus ideas. En 1559 surgió el Index de libros prohibidos, en el que el Vaticano registraba libros, autores e ideas censuradas (este Index rigió hasta hace poco). El ataque no fue sólo contra libros, sino contra ideas y personas. Al iniciarse el año 1600, en Roma, tras un juicio atroz, sometieron a la hoguera a Giordano Bruno en el Campo dei Fiori; en esa plaza, hoy, su estampa broncínea da cuenta de ese hecho brutal.
En la península de Yucatán, el obispo Diego de Landa incineró textos sagrados de los mayas porque contravenían ideas cristianas, y sólo tres códices completos sobrevivieron a esa salvajada inquisitorial. En el Quijote (I, 6), el ama y la sobrina sostienen que los libros "dañadores" que trastornaron el cerebro del hidalgo manchego merecen el "castigo de fuego". En nuestro país fueron víctimas de las llamas la antigua biblioteca socialista, parte de la del Jockey Club cuando el incendio intencional de la calle Florida y cierto material de firmas editoras, entre ellas, Eudeba, en momentos sombríos de un pasado reciente cuyas heridas no terminan de sangrar.
Pese a esos actos de salvajismo, la realidad muestra que no se pueden matar las ideas. Así lo señaló Sarmiento cuando, en época de Rosas, al marchar al exilio chileno, en los Baños de Zonda, siguiendo el ideario de Fortoul -o de Volney, según observa Groussac-, consignó: On ne tue point des idées . Las ideas no se matan.
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