La quema de Iglesias: furia contra los templos
En supuesta represalia por el bombardeo en Plaza de Mayo, el gobierno permitió que horas después se produjera un organizado ataque a los templos católicos del centro de la ciudad, lo que costó a Perón la excomunión. Pero el conflicto tenía otros antecedentes
Han pasado ya cincuenta años y los argentinos seguimos ignorando todavía a qué extraños designios políticos respondió el gobierno de Juan Domingo Perón cuando permitió que en la tarde del 16 de junio de 1955 un grupo inorgánico de vándalos y saqueadores asaltara e incendiara las principales iglesias históricas del centro de Buenos Aires. La insólita agresión a los templos porteños -conviene recordarlo- se consumó con la pasividad cómplice del Ministerio del Interior, cuyo titular era todavía Angel Borlenghi. Ni la policía ni los bomberos hicieron el más mínimo gesto para contener a los incendiarios ni para evitar la propagación del fuego.
El ataque a las iglesias fue consumado como pretendida represalia por el bombardeo a la Casa de Gobierno que algunas horas antes habían lanzado varias unidades de la aviación naval con el objeto de matar al presidente Perón. Curiosamente, apenas concluida esa aciaga jornada del 16 de junio, Perón ordenó una "severa e inmediata" investigación para identificar a quienes habían provocado el incendio y el saqueo de los templos. La investigación se hizo y dio origen a un curioso expediente en el cual se terminó responsabilizando oficialmente de esos sucesos "a una logia masónica antiperonista".
Fue un tiempo de idas y vueltas, confusiones e incoherencias. Inmediatamente después del bombardeo y de la quema de los templos, Perón lanzó un amplio llamado a la reconciliación nacional y, ante el asombro de muchos, se desprendió de algunos de sus colaboradores más entrañables: entre otros, fueron separados de sus cargos el ministro Borlenghi y el cuestionado "zar" del aparato propagandístico oficial, Raúl Apold.
Esa sucesión de circunstancias parecen robustecer la presunción de que en junio de 1955 el gobierno peronista estaba sumamente debilitado. Perón no era ya el líder brioso y autosuficiente de los años cuarenta: ahora se parecía más a un gobernante abrumado por sus contradicciones interiores.
Algunos testigos de la época aseguran que ese debilitamiento presidencial se había empezado a manifestar ya en 1953, cuando Perón cometió el grueso error de permitir que activistas del oficialismo saquearan e incendiaran las sedes de la Unión Cívica Radical, del Partido Socialista, del Partido Demócrata y del Jockey Club de Buenos Aires. Al alentar la instalación de la violencia en las calles, el peronismo estaba firmando, probablemente, su propia sentencia de muerte. Es cierto que la represión y la violencia habían sido siempre para el peronismo instrumentos de uso cotidiano, pero el saqueo y el incendio desenfadado de edificios y templos sacaba la violencia a la vía pública y le daba al régimen una patente demasiado ostensible de organización volcada a lo delictivo. Para Perón eso iba a tener, tarde o temprano, un efecto letal.
Las causas del conflicto
Ahora, bien: ¿por qué tras el bombardeo a la Casa de Gobierno el blanco de la represalia fueron los templos católicos? Para responder a este interrogante habría que tratar de establecer las causas reales del conflicto entre Perón y la Iglesia, que se desencadenó en noviembre de 1954 y llegó a su punto culminante siete meses después con el ataque a los templos del 16 de junio.
Como nadie ignora, el gobierno peronista había mantenido desde sus comienzos una relación particularmente buena con la comunidad católica. En 1946, un documento del Episcopado exhortó prácticamente a los católicos a votar por Perón. Durante la primera presidencia de Perón fue ratificada por ley la introducción de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas -a pesar de la fuerte protesta de los defensores de la tradición laicista- y el gobierno brindó a los obispos reiteradas garantías de que no se dictaría en el país una ley de divorcio. Además, Perón dio muestras constantes de su adhesión a la fe católica y hasta consagró el país a la Virgen de Luján en 1953. Esos pasos sucesivos habían hecho pensar que el gobierno justicialista nunca tendría roces ni conflictos con la Iglesia Católica. Pero los roces llegaron. Algunos observadores sostienen que el desencuentro de Perón con la comunidad católica fue una consecuencia indirecta del feroz aislamiento en que habían ido cayendo los sectores ciudadanos medios del antiperonismo, que eran cada vez más numerosos.
Conviene recordar que, hacia 1953 y 1954, los partidos políticos estaban acorralados y perseguidos, la resistencia estudiantil era sofocada mediante represiones cada vez más brutales y el periodismo independiente perdía espacio como resultado de la tendenciosa distribución que hacía el gobierno de las cuotas de papel para diarios. Ante esa opresiva realidad, muchos sectores medios de la oposición -profesionales, estudiantes, intelectuales, activistas civiles no partidarios, hombres comunes con inquietudes cívicas- adoptaron el hábito de introducirse en las instituciones del ámbito eclesiástico, aun cuando no tuvieran un espíritu católico demasiado militante. Era lógico: la Iglesia había quedado como el único sector que escapaba al control totalitario impuesto por el oficialismo. Una de las instituciones que sufrieron esa "invasión", aunque no la única, fue la Acción Católica Argentina.
Otros analistas políticos afirman que el motivo principal del rompimiento de Perón con la Iglesia fue la decisión de un calificado grupo de ciudadanos católicos de fundar en nuestro país el Partido Demócrata Cristiano, que aspiraba a ser la variante argentina del gran tronco doctrinario y político construido por Adenauer, De Gasperi y los otros líderes de la Europa de posguerra. Obviamente, el peronismo no podía ver con buenos ojos el surgimiento de un partido que supuestamente venía a disputarle algunas de las franjas tradicionales de su electorado.
Otras opiniones atribuyen el enfrentamiento de Perón con la Iglesia al disgusto que causó en la dirigencia eclesiástica la presentación en el estadio del club Atlanta -hacia mayo y junio de 1954- del pastor evangélico Theodore Hicks, que realizaba curaciones milagrosas ante nutridas multitudes. Antes de su presentación, el cuestionado "milagrero" había sido recibido personalmente por Perón. Cabe recordar que ya en 1950 grupos católicos habían vivido como una provocación el multitudinario acto efectuado en el Luna Park por la Escuela Científica Basilio, reconocida en aquel tiempo como la vanguardia más activa del movimiento espiritista.
Se ha dicho también que el conflicto del peronismo con la Iglesia estalló en 1954 como una consecuencia comprensible del estado de omnipotencia al que Perón se sentía llevado a medida que se consolidaba su poder personal. Se ha señalado, asimismo, que el vínculo con la dirigencia eclesiástica se deterioró porque, en los años cincuenta, el régimen peronista explicitó su ambición de educar a las nuevas generaciones en las "veinte verdades" justicialistas, lo cual implicaba una politización de la enseñanza que la Iglesia veía con recelo y preocupación. No faltan historiadores que mencionen entre las causas de la ruptura el implacable avance del régimen peronista hacia una suerte de estatización del asistencialismo social, con el emblemático protagonismo de la Fundación Eva Perón. Ese avance -se dice- significaba poner el pie en un territorio social que históricamente había estado reservado a las organizaciones de la Iglesia.
En realidad, el rompimiento de Perón con la Iglesia no se debió a una sola causa sino a una suma de factores. Es probable que las distintas causales que hemos ido mencionando hayan tenido alguna influencia en el desenlace final.
Lo cierto es que el conflicto quedó planteado en toda su crudeza el 10 de noviembre de 1954, cuando Perón dijo públicamente, en una reunión de gobernadores, que en la Argentina había curas y prelados que estaban desplegando actividades perturbadoras. Tras nombrar uno por uno a esos sacerdotes que actuaban, supuestamente, como enemigos de su gobierno, Perón destacó que pertenecían, principalmente, a tres diócesis del interior: la de Córdoba, la de Santa Fe y la de La Rioja.
A partir de allí, la crisis se fue agudizando. Los diarios de la cadena oficialista lanzaron una agresiva campaña contra la Iglesia y pronto el enfrentamiento escapó a todo control. Entre diciembre de 1954 y junio de 1955, el gobierno hizo sancionar diferentes normas que fueron recibidas como un ataque directo a la fe católica. Por lo pronto, suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, anulando así una de las novedades que el golpe de estado de 1943 había introducido y que el propio peronismo había confirmado en 1947.
Además, se introdujo en la legislación argentina el divorcio vincular, se dictó la equiparación de los hijos ilegítimos con los legítimos y se resolvió convocar a una nueva reforma constitucional para imponer la separación de la Iglesia y el Estado. No faltó detalle en esa ofensiva antirreligiosa: hasta se dispuso la reapertura de los prostíbulos.
Tensión en Corpus Christi
El malestar continuó creciendo y se llegó, en medio de una creciente tensión, a la famosa procesión de Corpus Christi del 11 de junio de 1955. Ese día, luego de una misa en la Catedral, los fieles católicos comenzaron a recorrer la Avenida de Mayo en nutridas columnas, desafiando la prohibición policial. La marcha era silenciosa, pero trasuntaba un fuerte espíritu de rechazo al peronismo gobernante. Se advertía de lejos que la columna se había engrosado con sectores interesados especialmente en manifestar contra Perón.
La procesión llegó hasta el Congreso y allí se disolvió. Posteriormente, ante el estupor general, el gobierno informó que en la plaza del Congreso los católicos, antes de disolverse, habían quemado una bandera argentina. Pronto se supo la verdad: la quema de la bandera había sido hecha, en realidad, por los agentes de una comisaría céntrica con el fin de endilgarse a los manifestantes católicos ese gesto de antipatriotismo.
Eso ocurría, como queda dicho, el 11 de junio. Cinco días después, llegaba el día de furia irracional en que fueron incendiadas y saqueadas la Catedral, la Curia Metropolitana y las iglesias de San Francisco, San Ignacio, Santo Domingo, San Miguel, San Nicolás, San Juan, la Merced, la Piedad y el Socorro.
Como resultado de esos hechos, Juan Domingo Perón fue excomulgado. Ocho años después, el 12 de febrero de 1963, el fundador del justicialismo dirigió una nota al obispo de Madrid. En esa carta, fechada en la quinta 17 de octubre, Perón pedía que se le levantara la excomunión y se manifestaba "sinceramente arrepentido" de los actos que se le imputaban. La respuesta le llegó en menos de 24 horas. El obispo de Madrid, en nota fechada el 13 de febrero de 1963, le comunicó que su petición había sido satisfecha.
Así concluyó, en lo personal, el extraño conflicto de Perón con la Iglesia. Entretanto, el 16 de junio de 1955 quedaría para siempre en la memoria de los argentinos como la mejor demostración del altísimo precio que los pueblos están condenados a pagar cuando la historia se escribe con omnipotencia, furia e irracionalidad.