La prueba en los delitos de corrupción
Con asidua frecuencia, los jueces, para arribar a un veredicto condenatorio, forman su convicción sobre la base de indicios, siempre que los hechos de los que se derivan estén debidamente acreditados y sean valorados “conforme a las reglas de la sana crítica”, según establece el Código Procesal Penal de la Nación
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La verificación de la participación y responsabilidad de los imputados en el proceso penal se realiza no solo a través de la confesión, declaraciones de testigos, documentos, informes o peritajes, sino también con lo que comúnmente se denominan indicios, definidos como “fenómeno que permiten conocer o inferir la existencia de otro no percibido”.
Con asidua frecuencia los jueces, para arribar a un veredicto condenatorio, forman su convicción sobre la base de ellos, siempre que los hechos de los que se derivan estén debidamente acreditados y sean valorados “conforme a las reglas de la sana crítica”, según establece el artículo 398 del Código Procesal Penal de la Nación. Son habituales las condenas a penas de prisión perpetua en casos de homicidio cuya autoría se ha establecido por indicios. También su utilización en los delitos contra la integridad sexual, en los que resultan prácticamente insustituibles. Por su carácter objetivo, en algunas ocasiones, pueden otorgar incluso mayor certeza que la confesión de algún imputado o las declaraciones de testigos, siempre propensas a ser calificadas de haberse efectuado por interés o bajo amenazas.
Estos “testigos mudos”, según antigua denominación, revisten la máxima importancia en los delitos económicos, sobre todo perpetrados en forma organizada, a fin de desentrañar el entramado de convergencia intencional mediante el cual distintas personas, por acción u omisión, toman parte en su ejecución. La realidad fáctica de esa participación criminal normalmente subyace enmascarada a través de toda suerte de excusas pergeñadas como coartada –en especial actos jurídicos insinceros a los que se reviste con serias apariencias documentales–, razón por la que, en la mayoría de los casos, solo puede penetrarse y llegarse a la verdad mediante la prueba de indicios. Por ello, con realismo, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, aprobada por la ley 26.097, dispone en el artículo 28 que “el conocimiento, la intención o el propósito que se requieren como elemento de un delito tipificado con arreglo a la presente Convención podrán inferirse de circunstancias fácticas objetivas”.
La doctrina y la jurisprudencia, por su parte, señalaron la concurrencia de distintos hechos en la celebración de los actos y contratos, como configurativos de indicios de simulación. Entre otros, la ausencia de ejecución material del contrato, la estrecha relación entre las partes, la falta de capacidad económica, el pago anticipado del precio, la naturaleza e importancia de los bienes adquiridos y las particularidades y circunstancias de los actos.
En líneas generales, es posible afirmar que los hechos descriptos por los fiscales Luciani y Mola en la denominada causa Vialidad –de próxima resolución–, las pruebas con las que, a su juicio, quedaron acreditados y las razones por las que estas circunstancias conducían a inferir la responsabilidad de los imputados respecto de los que se formuló acusación, coinciden con las características indicadas por tratadistas y jueces.
Cabe destacar algunos de los señalados en sus alegatos públicos. Así, la existencia de obras inconclusas o abandonadas, que aunque reiterada a lo largo de los años no impidió subsiguientes contrataciones ni generó reclamos efectivos por parte de la administración pública; la construcción por el empresario de un importante mausoleo al expresidente fallecido, y la firma de numerosos contratos entre él y la familia presidencial, como los de alquiler de inmuebles y hoteles pertenecientes a estos por los que recibieron pagos durante largo tiempo de manos del mismo o de sus empresas recipiendarias de la obra pública a pesar de no haber sido utilizados; la sola condición de empleado bancario del devenido empresario inmediatamente previa a presentarse a las licitaciones; los anticipos financieros de una magnitud anormal respecto de las obras públicas adjudicadas y sus avances; la adquisición de cerca de trescientos inmuebles, de superficie equivalente a varias veces la de la ciudad de Buenos Aires; la constitución de la sociedad adjudicataria a escasos días de la asunción del expresidente fallecido; la ficción de la existencia de competencia entre empresas mediante la presentación de oferentes aparentes junto con la inusitada celeridad en los plazos de las licitaciones; la adjudicación de la casi totalidad de las obras en la provincia, y la ostensible preferencia en los pagos.
Dadas la gravedad, precisión y concordancia de los indicios que se derivan de estos hechos, no se advierte de ningún modo que la acusación fiscal tenga un basamento en apreciaciones subjetivas, dogmáticas o en circunstancias puramente conjeturales, ni tampoco la formulación de inferencias que sean contrarias a la lógica y el sentido común, por las que pudiera ser tachada de arbitraria.
Es obvio que corresponderá a los jueces apreciar si los imputados y sus defensas técnicas han desvirtuado aquellos hechos o, en su caso, demostrado otros diferentes para fundar su inculpabilidad frente a las acusaciones. Pero, cabe advertir, esta última obligación no constituye una indebida inversión de la carga probatoria, ya que, en efecto, si finalmente se tienen por acreditadas las circunstancias objetivas sostenidas por el fiscal y ellas, de acuerdo con el curso ordinario de las cosas, hacen natural llegar a determinadas conclusiones conforme las reglas de la sana crítica, son los acusados los únicos en condiciones de haber justificado, con la prueba de otros hechos, que aquellas inferencias no deben tener lugar. Por lo demás, la jurisprudencia ha señalado que, para la consideración de su eficacia probatoria, los indicios deben ser valorados en conjunto, lo que excluye la desvirtuación aislada de cada elemento mediante la aplicación del principio general de la duda.
Ciertamente, la defensa en juicio es un derecho individual. Pero cuando se trata de gobernantes o de ex gobernantes acusados de graves delitos dolosos contra el erario que conllevan enriquecimiento, calificados expresamente en el artículo 36 de la Constitución Nacional como atentados contra el sistema democrático, surge, además, una obligación moral de actuar con transparencia, mostrando en el ámbito natural del proceso y de acuerdo a las reglas comunes que rigen para todos los habitantes, en qué pruebas circunstanciadas se basa el reclamo público de inocencia.
Si se ha cumplido o no con este elemental deber, lo deberá decidir el tribunal sobre bases estrictamente técnicas en un enjuiciamiento que, en verdad, se ha motivado en negocios privados, y no juzgar acerca de la existencia de un supuesto caso de “lawfare”, según teorías políticas conspirativas alegadas por la vicepresidenta prácticamente como su única defensa.
En La ciudad de Dios San Agustín dijo: “¿Qué son los reinos sin justicia, si no vastos latrocinios?” y los Concilios Toledanos –hace más de diez siglos– proclamaron: “Rey serás si fecieres derecho, et si non fecieres derecho non serás rey”. Acertadamente por ello la Conferencia Episcopal Argentina, en el documento “Hacia un Bicentenario en justicia y solidaridad”, expresó: “Aunque a veces lo perdamos de vista, la calidad de vida de las personas está fuertemente vinculada a la salud de las instituciones de la Constitución, cuyo deficiente funcionamiento produce un alto costo social. Resulta imprescindible asegurar la independencia del poder judicial respecto del poder político y la plena vigencia de la división de los poderes republicanos en el seno de la democracia. La calidad institucional es el camino más seguro para lograr la inclusión social”.
Presidente de la Corporación de Abogados Católicos