La promesa electoral de poner orden
Quizás el semáforo, que nació en 1868 en Londres, deba ser considerado un ícono del orden práctico. Se trata, como todo el mundo sabe, de un instrumento cuya esencia consiste en cerrarle el paso a unos y abrírselo a otros, en forma alternada, sin utilizar barreras físicas. Es, simplemente, una convención destinada a garantizar la circulación armónica de todos, cualquiera fuere la dirección que cada uno lleve. Ya se sabe que pasar un semáforo en rojo constituye una falta grave, por lo que quien la cometa recibirá una penalidad importante. Si es por reglas, la prestación metafórica, accesorio suplementario de este poste con tres luces de colores, no necesita ser explicada.
Pues bien, aunque el primer semáforo porteño se inauguró en la intersección de las avenidas Alem y Córdoba en 1958, en 1944 se había hecho una prueba piloto que fracasó debido a las protestas. Entre los detractores sobresalieron quienes calificaron al intento de “regimentar” a automovilistas y peatones de “totalitario”.
Desde luego, para despachar semejante objeción fue necesario pedirle un préstamo al léxico político. Totalitario no es una palabra usual en cuestiones de tránsito. Lo que estaría confirmando que el hábito de ideologizarlo todo no es nuevo ni exclusivo del kirchnerismo, como a veces se piensa. Tampoco fue inventada esta mañana la discusión sobre la legitimidad del orden, concepto habitualmente asociado con las corrientes conservadoras y profanado en el siglo pasado por las dictaduras, el verdadero totalitarismo.
En una campaña en la que no sobran ideas el oficialismo ha venido sosteniendo que si gana la oposición se quitarán derechos y sobrevendrá un ajuste salvaje. Como la oposición habla de la necesidad de ordenar el país, el debate público parece sugerir una incompatibilidad entre orden y derechos. Pero hay que ver qué se entiende por orden y qué por derechos.
Así como los objetores de los semáforos de 1944 atribuían inclinaciones totalitarias a quienes ante el incipiente desarrollo del parque automotor pretendían organizar el tránsito, tanto al recorte de derechos como a la mención de cualquier orden posible parece caberles el riesgo de las desfiguraciones ideologizadas.
En estado puro la palabra orden sólo se destaca fuertemente en la campaña de Patricia Bullrich, aunque podría decirse que la oposición en general propone algún modelo de orden, sea económico, institucional, educativo o del espacio público, en contraposición al caos medioambiental de hoy. La mención idealizada del orden es vieja como la patria. Ya era una oferta que hacían tanto los unitarios como los federales. Ambos decían que su vigencia estaba condicionada a que no triunfase el otro. Roca más tarde prometería “paz y administración”, lema que sintonizaba con el hartazgo de las luchas civiles.
El orden entendido como conjunto de reglas de juego en funcionamiento, es decir, antónimo de desorden, a menudo cae en la volteada de quienes objetan la expresión por atribuirle una connotación autoritaria. Hay que considerar que para la Real Academia Española esta voz tiene nada menos que 21 acepciones. Si suena mal por lo menos no está sola. En la Argentina de los traumas que no terminan de cicatrizar, palabras supuestamente virtuosas como alternancia, disciplina o pacto también generan aversión entre los que se erizan al escuchar hablar de orden. La grieta naturalizó en los últimos veinte años la ausencia de la conversación política como eje de la democracia, lo que no ayuda a imaginar un diciembre rico en acuerdos.
No sólo nos encontramos en el principio de uno de los procesos electorales más inciertos de la historia sino que es poco lo que se sabe sobre la forma en la que el próximo gobierno pondrá en práctica sus planes -si de veras los tiene- para ordenar el país. Y eso incluye, más allá de las chances, al oficialismo. Porque el ministro-candidato Sergio Massa no consiguió aún responder a la pregunta madre -a esta altura trillada- de las que le atañen, y quizás nunca lo haga: por qué sería él un gobernante capaz de resolver los problemas del país en el próximo turno si ahora es un gobernante que no los resuelve.
Mauricio Macri aseguró anteayer que la diferencia entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich sólo está en el “cómo”, pero lo que menos se vislumbra desde la perspectiva del ciudadano medio, en todo caso, es “cómo” harán para conciliarlas el lunes después de que uno pierda y el otro gane, ya que buscar acuerdos o cortarse solo para “poner orden” no pinta ser un detalle ornamental.
Es cierto que hay poca experiencia en esta clase de internas nacionales. Nunca hubo tanta confrontación, tantos precandidatos a presidente, tantas boletas ni tan largas. Para colmo, decenas de nombres intercalados con los parlamentarios del Mercosur, que nadie sabe muy bien para qué sirven pero que son los únicos que ocupan dos secciones, porque se los elige mediante dos sistemas a la vez, uno nacional y otro distrital. Lo que significa que los cargos menos importantes, además de ser los mejor ubicados en la boleta, son los que insumen más tinta y más papel.
La escasa experiencia no ayuda a comprender si el sistema está funcionando bien o se encuentra descentrado y convendría calibrarlo para la próxima.
Dejemos de lado el tema de que el resultado de las PASO podrá adaptarse a gusto del consumidor, según se quieran computar partidos y coaliciones mejor posicionados, precandidatos individuales más votados o lo que sea. Ya se verá el espectro de interpretaciones el domingo por la noche y, seguramente, se verán también a varios perdedores festejando.
En principio suena raro que el Estado obligue a los ciudadanos a decidir si prefieren a Bullrich o a Rodríguez Larreta, a Massa o a Juan Grabois, mientras dirigentes políticos tan destacados como Macri, Cristina Kirchner, Axel Kicillof, más gobernadores e intendentes, callan sus preferencias y juegan a dos puntas. El juego a dos puntas induce a confusión. No está exento de oportunismo: mientras los precandidatos enfrentados piensan y dicen cosas diametralmente distintas, incluso se aborrecen -un buen ejemplo es Grabois respecto de Massa-, algunos líderes actúan casi como si fueran una madre que no puede verbalizar a cuál de sus hijos ama más.
Vista su escualidez política, Alberto Fernández ni siquiera participa de la campaña, prescindencia irregular, probablemente involuntaria; Cristina Kirchner está sin tiempo porque se encuentra abocada al urgentísimo problema de conseguir que una jueza de su riñón siga en el cargo después de cumplir 75 años y los gobernadores no se despegan de la propuesta oficialista debido a que en su mayoría ya lo hicieron. Fue cuando desdoblaron las elecciones.
¿Qué se recordará de esta campaña dentro de 50 años? Nada, probablemente. O quizás algo que hoy pasa de largo y en las enciclopedias merecerá una línea de perplejidad: los spots y las declaraciones públicas en las que logra centralidad la pregunta de si este es o no es un país normal.