La profecía autocumplida de Alberto Fernández: ganó Cristina Kirchner
El Presidente ha sido víctima de su propio temor original sobre el poder que iba a tener la vicepresidenta y decidió ceder con la tercerización del Ministerio de Justicia, al designar allí a Martín Soria
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A las complicaciones que ya tiene el país con su delicada situación económica y con un plan de vacunación que se está quedando sin vacunas, el tenso proceso que determinó la salida de Marcela Losardo del Ministerio de Justicia y la designación de Martín Soria, después de siete días de insólitas dilaciones, sumó un factor más para deteriorar la imagen de Alberto Fernández y potenciar la creciente percepción sobre la debilidad del presidente de la Nación.
La demora para confirmar al diputado Soria, quien siempre asomó como el favorito de Cristina Kirchner, terminó de confirmar la victoria de la vicepresidenta. Si el primer mandatario tardó una semana en confirmarlo en el cargo luego de que su nombre tomara estado público y de que la ministra Losardo había quedado fuera de juego fue porque, hasta último momento, el jefe del Estado buscó otras alternativas que no llegaron a buen puerto o que chocaron con la negativa de la expresidenta de la Nación.
Con el ascenso del rionegrino Soria, un dirigente que en los últimos tiempos se acercó al cristinismo y que puede ser considerado un denunciador serial que ha embestido contra jueces y contra el gobierno de Mauricio Macri, quedó ratificada la completa tercerización del Ministerio de Justicia en la vicepresidenta. Ya ni siquiera puede hablarse de un loteo de parcelas dentro de la cartera ministerial, como cuando la ministra Losardo aparecía rodeada por los cristinistas Juan Martín Mena, Horacio Pietragalla y María Laura Garrigós de Rébori. Ahora el ministerio estará totalmente controlado por la vicepresidenta.
El movimiento de piezas genera un nuevo riesgo: que se multipliquen próximamente los ministros “agobiados”, y no por cierto acoso mediático –como pretendió persuadirnos Alberto Fernández respecto de Marcela Losardo–, sino por las presiones de Cristina Kirchner, que comenzaron a cocinarse meses atrás, con su recordada carta del 26 de octubre último en la que cuestionó a los “funcionarios que no funcionan”, a la que le agregó condimentos más picantes durante el acto en La Plata en el que invitó a los ministros que tengan miedo a “buscarse otro trabajo”. A tal punto que no pocos observadores políticos ya se preguntan quién será el próximo o la próxima Losardo.
La posibilidad de que el temor y la incomodidad se estén adueñando de no pocos integrantes del gabinete de ministros plantea el peligro de que la propia gestión sufra los efectos de una parálisis. Se le terminaría así dándole la razón a la propia Cristina Kirchner sobre los funcionarios que no funcionan, reptando timoratos en medio de un gobierno donde no está claro quién gobierna, pero donde todos perciben dónde habita el poder real.
Se refuerza la sensación, no solo hacia afuera sino también hacia el interior de la administración albertista, de que el problema, en las últimas semanas, no pasa tanto por las imposiciones de la vicepresidenta como por la pasividad del propio Alberto Fernández. Su entrevista del lunes 8 de marzo con Gustavo Sylvestre en C5N pareció desnudarlo. Sus dudas y sus vanos intentos por confundir a la opinión pública fueron manifiestos. No solo buscó desviar la atención sobre las verdaderas razones del “agobio” de su socia y ministra Marcela Losardo, sino que además cometió el pecado de hablar de sus posibles reemplazantes, como si fuese un comentarista más de la realidad política o un típico panelista que piensa en voz alta, antes que el presidente de la Nación.
La imagen del primer mandatario no ha dejado de caer en las últimas semanas, de acuerdo con distintos sondeos de opinión pública. Pero más preocupante todavía es la percepción sobre la pérdida de su autoridad.
Para dejar atrás esa triste percepción, no faltaron funcionarios que, en voz baja, trataron de hacerle entender al Presidente que debía dar señales claras y contundentes de que no es un títere de Cristina Kirchner. Lo que hiciera con el Ministerio de Justicia después de anunciarse la salida de futura embajadora en la Unesco iba a resultar decisivo en ese proceso. Pero ya para entonces no tenía mayores opciones, a menos que pateara el tablero y descristinizara esa cartera. Podría haber nombrado a una figura con un perfil más parecido al de la ministra saliente, pero muy pocos iban a estar dispuestos a asumir esa responsabilidad si quedaba confirmada la segunda línea de funcionarios cercanos a la vicepresidenta. ¿Qué dirigente más o menos independiente hubiera estado dispuesto a ser ministro de una cartera donde sus principales colaboradores inmediatos ya estaban designados sin su intervención y con una agenda de reformas judiciales ya digitada desde la presidencia del Senado?
Cristina necesitaba, en cambio, un hombre consustanciado con las reformas radicalizadas inspiradas desde el Instituto Patria para cambiar la estructura orgánica del Poder Judicial y someterlo al poder político. Necesitaba un funcionario afín a la batería de proyectos que imagina para terminar de poner entre la espada y la pared a los magistrados y fiscales que tienen la responsabilidad de investigarla y, si fuera preciso avanzar hacia el aumento del número de miembros de la Corte Suprema, avanzar sobre tribunales estratégicos como la Cámara de Casación Penal, incrementar el número de salas de las cámaras de apelación para llenarlas de jueces militantes y amenazar con el juicio político a los integrantes del máximo tribunal, entre otras ideas.
No hay dudas. Cristina les ganó la pulseada a los moderados, ante la pasividad del devaluado profesor de Derecho que ha sido elegido para regir los destinos de la Argentina. El mismo dirigente que, pocos días antes de ser ungido candidato presidencial, vaticinaba públicamente que cualquiera que llegara a la Casa Rosada con votos prestados de Cristina iba a estar llamado a convertirse en un títere, mientras que el poder estaría en Uruguay y Juncal. Fue peor aún: hoy Cristina ni siquiera ejerce el poder desde aquella vivienda particular de la Recoleta, sino desde el Senado de la Nación, como vicepresidenta. Alberto Fernández ha sido presa de su propio temor original. Es víctima de su profecía autocumplida.