La privatización de la violencia
Debe reconocerse al Gobierno el extraordinario aporte académico de haber revelado los requisitos para un estallido social, pues que la más espantosa crisis de su historia no haya producido, afortunadamente, un saqueo considerable, demuestra quiénes encienden las mechas, como confesó ex catedra una conspicua funcionaria del Gobierno atribuyendo implícitamente los saqueos de 2001 al compañero Duhalde.
Esta rutilante novedad científica que contribuye a despejar el misterio del fracaso argentino presagia, tras una eventual derrota electoral oficialista, menos un campo minado como en 2016, que un Caballo de Troya colmado de una equívoca soldadesca agazapada para arrebatar el sueño del próximo presidente.
El expertise acumulado desde los golpes de 1930 y 1943 se ha sofisticado en un modus operandi que, desde el Estado, privatiza la violencia a fin de eludir las responsabilidades que exige el monopolio legal de la fuerza, naturalizando en la opinión pública la convicción de ser un legítimo producto del sistema.
Desde hace años se ha ido privando a las fuerzas estatales del monopolio del ejercicio de la violencia que toda sociedad ordenada les delega, para privatizarlo o feudalizarlo a manos de grupos de choque, agitadores, mercenarios y condottieri subvencionados o favorecidos por la inacción del Estado y, por ende, leales o funcionales a sus patrocinadores, como ciertos piqueteros, sindicalistas, barrabravas, supuestos mapuches, narcotraficantes, reos liberados, vándalos rurales, usurpadores, agentes iraníes, servicios de inteligencia paralelos, huestes provinciales y del conurbano, la seguridad privada introducida por el menemismo y lúmpenes sin nada que perder y todo por ganar.
Lo que aquí parece normal es desconocido en países civilizados, como se sospecha, que un comando extranjero ejecute impunemente a un fiscal de la Nación, que el gobierno anuncie que “las calles van a estar regadas de sangre y muertos” si gana la oposición, un condottiero financiado por el Estado amenace a la sociedad con que “podría correr sangre en la calle”, una autoproclamada “Machi” que desconoce al Estado argentino pero vive de subsidios estatales reclame la Patagonia, promotores de fusilamientos públicos, profetas de que las 14 toneladas sobre el Congreso serán el doble, o la amenaza a Messi, a dos días de su foto con Macri, por una banda a la que el propio Gobierno reconoce prevalecer sobre el Estado.
La probabilidad de una derrota oficialista augura que tales fuerzas privatizadas serán aun más serviles en la oposición, pues cualquier intento de desmontarlas las tornará más virulentas y, porque como ellos mismos ya han enseñado, la colosal corrupción permite continuar “haciendo política”, es decir, financiando grupos paraestatales, mediante los cuales podría estrangularse al próximo gobierno, sin contar las desapariciones de armas de las FFAA.
En Bolivia, EEUU y Brasil se ha demostrado lo que puede hacer un partido extremo y mal perdedor, alentando audaces ataques locales contra los fundamentals de la Constitución. La historia enseña que la estrategia de sembrar el caos para provocar una reacción que luego permita invocar el derecho a exacerbarlo, cuyo know-how ya fue ensayado con éxito en los 70 y se conserva en el sur argentino.
El ejercicio de la fuerza ya ha sido tercerizado por el propio Estado y sus actuales propietarios no se lo devolverán sin más violencia. Cabe imaginar ensayos trasnochados antes de octubre y, sobre todo, prever cómo el próximo gobierno, siempre con la ley, eludirá la vieja trampa de que los violentos se arroguen el papel de liberadores de ellos mismos, pues con el país sometido a la violencia privada de tan poderosas bandas anónimamente controladas, sería imposible gobernar, amenazando gravemente no sólo a la estabilidad del futuro gobierno, sino también a la existencia misma del Estado.
Diplomático de carrera, miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem