La potencia de la exageración
Sobre Los incapaces, de Alberto Montero
No detenerse. Escribir “a como salga”, pero no detenerse. Ésa es la premisa del narrador de Los incapaces, T. Monroe, anagrama del apellido del autor. Detenerse implicaría para él, que es, además de un analista de cierto renombre, un contumaz escritor fracasado –lo acosan novelas encajonadas y proyectos inconclusos–, no poder recomenzar, que sus asociaciones terminen por perder todo hilván. De allí, pues, que esta novela, la primera publicada por Alberto Montero (Buenos Aires, 1954), y cuya extensión orilla las cuatrocientas páginas, se componga de un único párrafo y, más aún, de una única frase. Tan sólo un punto y seguido podría obturar ese torrente discursivo, que rezuma, en franco in crescendo, desesperación y repugnancia.
T. Monroe está en una situación límite, encerrado en su casa suburbana, una “desviación mental constructivo-arquitectónica” que él mismo construyó, que lo acicatea a escribir sin parar. Ricardo Zelarayán decía que “la poesía exige una situación límite, una de no poder aguantar más… algo entre el lenguaje y el grito”. Ésa es la exigencia a la que responde la prosa de Los incapaces. Sin embargo, lo que da cauce a la escritura es la adopción, por parte de T. Monroe, del estilo de su muy admirado Thomas Bernhard, adopción a la que denomina “mis maneras bernhardianas de hacerme a la palabra escrita”. En efecto, aquí están los rasgos estilísticos del autor austríaco: la recursividad de los motivos, las concatenaciones rampantes y la modulación sinuosa tributaria de la profusión de comas. Y, como en sus novelas, priman la exageración y la injuria. El narrador de Extinción, novela de Bernhard, planteaba que el arte de la exageración es, en definitiva, lo que permite soportar la existencia.
Y la existencia de T. Monroe es exageradamente penosa, empezando por su familia de origen, pasando por sus relaciones sentimentales y profesionales, hasta su imposibilidad para lograr “una producción novelística de calidad”. En el centro está enquistada la figura del padre, Manny, hombre depravado en vida, que ahora, ya fallecido, sigue rondándolo “para no morir del todo”. Lo único bueno que parece haber en la vida de T. Monroe es Farley, su hijo. Nombres, los de Los incapaces, que remiten sin excepción a la lengua inglesa. No sólo en el caso de los personajes, sino también en el de las ciudades. De hecho, T. Monroe vive en Clayburg, que de anglosajona tiene sólo el nombre y, en cambio, mucho del conurbano bonaerense. Resulta una operación destacable, que le permite a Montero pintar el sitio en toda su horribilidad, lo que quizá no habría conseguido si hubiera apelado a la toponimia vernácula. Sin ocultar la hoja de calcar, Montero ha escrito un artefacto literario de inusitada potencia.
LOS INCAPACES
Por Alberto Montero
Entropía
380 páginas
$ 280