La posverdad en el mundo de hoy
MADRID.- Tenemos como objeto de examen, en un fraternal encuentro de académicos de Ciencias Morales y Políticas de España y la Argentina, una palabra cuya estructura etimológica se asocia a la idea del posmodernismo. No es una palabra antigua. Proviene del anglicismo post-truth (posverdad), de moda en debates sobre la Guerra del Golfo, a principios de los noventa, y utilizado más tarde por los hispanohablantes. Recordarán las polémicas sobre si el régimen de Saddam escondía armas químicas. Los hechos demostraron que no, pero la suposición contribuyó a desencadenar el conflicto. ¿Estábamos ante una escandalosa mentira o ante creencias no suficientemente fundadas que llevarían igual a la invasión a Irak?
En 2016 el Oxford Dictionary declaró a post-truth palabra del año. Y, en 2017, la Real Academia de la Lengua la legitimó con su autoridad en el uso del español. Hasta allí era un neologismo. La apelación a la posverdad había caracterizado la campaña de 2016 en que los británicos debieron votar sobre si saldrían de la Unión Europea o no. Triunfó el voto por la afirmativa, conocido como Brexit. Al haberse subordinado la objetividad de los hechos a los dictados de la sensibilidad y la imaginación de quienes impulsaban el voto por “sí”, el prefijo “pos”, precediendo a “verdad”, calificó la forma en que este concepto axiológico se había debilitado en la campaña.
De manera simultánea Donald Trump apareció en escena en los Estados Unidos. Ha hecho una caricatura del abandono de la objetividad en el tratamiento de los hechos públicos. La posverdad anida en tantos campos que basta con señalar los de la refutación a evidencias de que la crisis climática compromete el futuro de la humanidad y la desconsideración por las vacunas que bajo debido control médico protegen la salud.
Los estudiosos del tema han confeccionado listas de opiniones amañadas como si fueran, más que verdades, autos de fe. Hitler ha sido un candidato infaltable en todas las listas. Escribió en Mein Kampf que embridar a la raza aria con otras razas arruinaría su pureza, ocasionando el debilitamiento de la sangre. Nadie entre sus partidarios se escandalizó por esa argumentación tan a contramano de la experiencia mundial sobre las consecuencias de la endogamia en los hombres y los animales, y aun en las empresas.
La posverdad se halla a la orden del día en los movimientos populistas de derecha y de izquierda: en Estados Unidos, Europa, América Latina. Asombra cómo las ideas, e incluso las ideas estructuradas de forma sistémica en ideologías, ceden a la efervescencia de la narración, o el relato político hábilmente, perseverantemente concebido. La inconsistencia populista de esos relatos, que postergan indefinidamente el reencauzamiento del país por no pagar ningún precio en elecciones siempre cercanas, es una de las explicaciones del tobogán por el que se ha deslizado la Argentina durante mucho tiempo.
Lo nuevo de la apelación a la posverdad es que se potencia por la gravitación cósmica de las redes sociales. Su lado positivo ha sido la mayor democratización de la información en la historia de la humanidad y las conquistas forjadas en la transmisión instantánea de conocimientos que han acelerado el progreso mundial. El lado negativo de las redes ha sido la inhabilidad para infundir confianza sobre la verosimilitud de una parte considerable de lo que se dice o se muestra por conductos digitales. Desde las cajas negras de los algoritmos, las redes se han convertido en hábitat natural de la posverdad.
En su condición de reglas matemáticas ordenadas por el hombre alrededor de una inteligencia de datos que responde a las requisitorias planteadas por las redes, los algoritmos no son neutrales, aunque tampoco lo sean a menudo los editores que descendemos de Adán y Eva. Los algoritmos actúan con la opacidad que un fallo reciente de la Corte Suprema de Justicia de la Argentina, en los autos “Denegri, Natalia c/Google”, calificó de problema que debe resolverse. El juicio lo ganó Google: la Corte privilegió la libertad de informar frente al “derecho al olvido” o desindexación informativa reclamada por la demandante.
Pero el alto tribunal hizo notar por primera vez que el uso de la tecnología informática, y en particular de sistemas que entran en la categoría de inteligencia artificial, suscita delicados interrogantes a la luz de la Constitución y los tratados sobre derechos humanos. La inteligencia artificial imita la forma en que piensan las personas, adecuándose a directivas de estas, pero “piensa” al fin de un modo distinto. Los humanos piensan generalidades; la inteligencia artificial es prisionera de la especificidad: los algoritmos que se usan para jugar al ajedrez no servirían para jugar al fútbol o explorar yacimientos de petróleo.
Por su modelo de negocios los algoritmos privilegian dos premisas que acrecientan la audiencia y los ingresos de quienes los operan. La primera es que la información por distribuirse llame la atención y produzca, más que interés por la importancia real de lo que difunde, satisfacción de la curiosidad entre quienes navegan en las redes. Son sensibles al morbo público. La segunda premisa es que para privilegiar con las mejores ubicaciones de lectura a una información esta debe ser capaz de impulsar su propia viralización. En los medios, hay técnicos en informática especializados en el uso de expresiones, sobre todo en títulos y epígrafes, que los algoritmos pican como anzuelos en el afán de lograr métricas eficientes. Uno de mis amigos más comprometidos con la informática jura, allá él, que los algoritmos son agnósticos y no diferencian entre interés e importancia.
El fenomenal desarrollo cibernético estalla en circunstancias en que el periodismo, por fuerza de las innovaciones tecnológicas a las que ha debido adaptarse, ha resignado esfuerzos en fiscalizar lo que edita. El rigor en la verosimilitud de las noticias y en el aliño del estilo determinaba en el pasado que los contenidos impresos en papel hubieran pasado por tres o cuatro filtros de calidad. Ahora es común que los sitios digitales nativos difundan en crudo lo que escriben redactores noveles.
El periodismo profesional dedica hoy menos espacio a la información pura y más, mucho más que antes, a la interpretación y comentario de los hechos ocurridos. Han aumentado así las cargas subjetivas en los textos, en lo que constituye un nuevo elemento de peso en el entramado de la comunicación y la cultura.
Desde hace muchos años participo de las asambleas anuales de la asociación nacional de diarios y revistas de la Argentina (ADEPA). Carecería de sentido mencionar aquí ese hecho, incluso el de la circunstancia de haberse realizado la última asamblea en la Patagonia profunda y ante hielos de una belleza tan majestuosa como pocas otras he visto, de no haber sido por un dato de relevancia histórica: se trató de la primera vez en que el anfitrión fue un medio digital: absolutamente digital y absolutamente extraño a la gran tradición gráfica del periodismo argentino.
En su magnífico libro El infinito en un junco, la filóloga zaragozana Irene Vallejo recuerda que la humanidad ha gestado libros de humo, libros de piedra, libros de tierra, de hojas, de juncos, libros de seda, de piel, de harapos, de árboles, y ahora, libros de luz, que emanan de ordenadores y de e-books. Se sabe que el viento que propaga el fuego es también el viento que lo apaga.
Si aquella luz apaga el papel según lo verifican las exequias por doquier de miles de diarios y revistas y la reducción de la circulación de los que siguen arduamente en pie, podríamos quedarnos sin el instrumento, cuya extinción inminente se anuncia desde hace treinta años, que garantiza por excelencia la inmutabilidad de la palabra escrita y de la imagen que la ilustra.
Los diarios conservados en hemerotecas, bibliotecas o colecciones particulares consagran lo que ocurrió tal como lo que se lo había registrado en su día. Hannah Arendt decía que debíamos proteger los repositorios de la verdad. Pero ¿cómo hacerlo con la eficacia de antes si ha habido un debate nada menos que sobre la posibilidad de que un influyente diario norteamericano haya introducido en el archivo de su versión digital modificaciones conceptuales en un artículo publicado tiempo atrás? Materia de no fácil probanza, pues quien quisiera alegar en contra de un acto de esa índole debería haber capturado en su pantalla la imagen de la página alterada y haberla certificado ante un notario.
Salvo casos excepcionales, como el de The New York Times en primer lugar, las bases del periodismo que articuló por más de un siglo y medio a nuestras sociedades se han deteriorado, y por eso fomentamos la tarea de reconstruirlas. Ha sido a raíz de la revolución cultural provocada por las nuevas tecnologías con su brutal impacto sobre las audiencias, por la aparición de buscadores digitales que proveen de contenidos sin tener en cuenta los derechos intelectuales de otros y por la merma de ingresos que permitan la sustentabilidad de la prensa tradicional. Crece en falsa compensación la publicidad estatal, en no pocos casos en grado de subsidios disfrazados, y el reclamo político, instalado hasta en las Naciones Unidas, de que el periodismo sea considerado un bien público.
En ese plano se ha sugerido el cobro de gravámenes a los buscadores a fin de transferir fondos de ayuda al periodismo. Me temo que si esto prospera corramos el peligro de la mediatización de la libertad de prensa y del papel que cumplen los medios independientes en las democracias. Los grandes buscadores y la prensa tradicional llevan años negociando salidas a sus conflictos bajo la presión de algunos países en particular –Australia, Canadá y Francia–, y de ámbitos influyentes en la Unión Europea. Los buscadores han iniciado acciones a fin de atemperar la incidencia en las redes de corrientes terroristas, de diseminadores de la pedofilia y del aprovechamiento furtivo de los datos personales de los usuarios, pero no se ha avanzado todo lo necesario.
Los algoritmos toman nota inmediata de lo que nos interesa y generan por ello réditos instantáneos. Cuando caminamos por ciudades somos fotografiados centenares de veces y nuestra intimidad termina siendo vulnerada tanto por los mayores conglomerados informáticos como por poderes gubernamentales. En el mejor de los casos esto se hace en nombre de la seguridad pública.
La posverdad debe combatirse cuando se apodera de la esfera pública, y en particular de la política, pero sabiendo que no es más que una modalidad estimulada por radicales cambios culturales que en realidad se proyectan desde los años setenta, cuando una nueva generación de intelectuales, sobre todo franceses, empezaron a proclamar que “la verdad no existe” y que es, en todo caso, “una construcción social”. Es lo que se atribuye, entre otros, a Aleksandr Duguin, ruso, nacionalista fervoroso y cercano a Putin: “La verdad es una cuestión de creencia. Los hechos no existen”. Tan asombrosas conjeturas y otros vicios que perturban la conversación social determinan que el relativismo parezca hallarse en la hora de apogeo, mientras la posverdad se hamaca entre la paranoia sobre la que profundiza Luigi Zoja, eminente psiquiatra italiano, y un misticismo plagado de vulgaridades.
Si no comprendemos que se despliega ante nosotros una era sin parangón con el pasado, será difícil advertir lo que significan en la vida cotidiana tanto la expansión de la posverdad como la difusión apabullante de fake news o noticias falsas, que siempre hubo aunque no en tal grado, y de la doctrina del lawfare, perfidia para descalificar a la Justicia y el periodismo cuando investigan la corrupción pública. Súmense las políticas de cancelación y el empleo de las deepfakes. Estas violentan hasta tal punto los principios epistemológicos del conocimiento que con la manipulación de la voz y la imagen cualquiera podría aparecer mañana en un video diciendo disparates inimaginables, o dañar la carrera de un político o una actriz.
La ola de rebeldía que despuntó en los setenta contra el lenguaje y las convenciones sociales y políticas de Occidente ha llegado a las más diversas costas. Ha sido necesario proteger de la iracundia callejera en Londres a la estatua de Churchill y nuestros filólogos han debido reaccionar contra la temeridad con que se pretende redefinir el léxico, como cuando se niega al masculino su condición de género no marcado, o se atenta contra la estructura lógica de la lengua.
Google nació en 1998; Facebook, en 2004. Eso es ayer en términos históricos. En relación con la población mundial de 8000 millones de personas, han alcanzado un número de usuarios que impresiona. A enero de 2022, Facebook contaba con 2910 millones de usuarios; YouTube, 2562 millones; WhatsApp, 2000 millones. Google, otro de los colosos del ecosistema digital controla, en su carácter de navegador, junto con Facebook, el 84 por ciento de la publicidad digital mundial. Datos que suenan a poder monopólico y pueden revertirse en talón de Aquiles: Facebook observa casi con pánico que sus usuarios no aumentan y TikTok, empresa china, crece sin parar.
Por el impacto de tales números los medios tradicionales han debido replantearse posiciones sobre las dos fuentes genuinas de sus ingresos: los de la publicidad, que han acaparado en medida casi excluyente competidores que no existían en el pasado reciente, y el precio de tapa, cuyo sucedáneo digital, lo que se llama hoy “muro de pago”, es tanto o más poroso cuanto más arduos resultan los esfuerzos por retener lectores, y lo que es más difícil, conquistar otros nuevos en carácter de suscriptores. La imagen, tan asociada a la televisión y también esencial en las plataformas digitales, es la piedra de toque del periodismo y la política como expresiones cada vez más regidas por las leyes del espectáculo. Eso lleva a los medios tradicionales a tranzar en algunos sentidos con formulaciones más frívolas e insustanciales de las que habían definido su espíritu en otros tiempos.
La buena noticia es la creciente aceptación popular de que todo trabajo debe ser remunerado, y en particular, el que es de calidad y, por definición, el más oneroso. Más y más lo comprenden de ese modo audiencias que estuvieron habituadas a la gratuidad de las informaciones por internet a lo largo de más de un cuarto de siglo. El día sigue teniendo las 24 horas que ninguna revolución pudo, ni podrá modificar, y quien sea celoso de su tiempo sabe que debe invertirlo en las fuentes periodísticas que aseguran por antigüedad y trayectoria confiabilidad en lo que informan.
Según estimaciones de 2021, Google procesa 63.000 consultas de búsqueda por segundo, lo que se traduce en 5600 millones de búsquedas por día y 2 billones de búsquedas por año, exorbitancias que reflejan la dimensión del fenómeno cibernético. En épocas de esplendor del diario de papel, La Stampa de Turín y LA NACION de Buenos Aires compartían, en diecisiete minutos, el tiempo promedio que les dedicaban por día los lectores. La concentración de estos en la suma de las plataformas digitales es manifiestamente mayor: el promedio en el mundo alcanza 2 horas 26 minutos; en la Argentina, 3 horas 26 minutos. Eso explicaría la alienación de tantas parejas que en medio de una comida se hallan entregadas, cada una por su lado, a conocer qué novedades reciben por la pantalla de los celulares, en lugar de indagarse qué tiene uno y otro para decirse, y qué aflora de sus corazones.
En ese mundo de las comunicaciones y de ruptura de lo ordinario, de sociedades irritadas e instituciones deslegitimadas por la corrupción sistémica en los negocios públicos y por la pobreza y marginalidad, millones y millones de personas conectadas a las plataformas braman, como hace notar el politólogo argentino Daniel Zovatto, la consigna de “Más, mejor y ahora”. Es la consigna del “quiero ya para mí lo que otros disfrutan a mis ojos con menos derechos que los míos”. ¿Por qué no habrían de protestar, si la experiencia ha demostrado que la instantaneidad de las redes permite la convocatoria rauda a la plaza pública y hasta derribar gobiernos consolidados? ¿No fue, acaso, así en Túnez y en otras partes?
“Cuando se inicia el drama, lo irreparable ya ha sucedido”, dice Zoja, en la apertura de su ensayo Paranoia. La locura que hace la historia. No poco de lo que se está vaticinando lo advirtió en 1994 Marvin Minsky, investigador del MIT y uno de los padres de la inteligencia artificial. Minsky dijo que en 2034 las máquinas no solo iban a adquirir conciencia de sí mismas, sino que iban a tomar el control del mundo. Minsky cerró su llamado con humor, diciendo que la manera de evitarlo era desconectar de inmediato las computadoras: su cálculo se fundaba en la potenciación incesante del poder de los microprocesadores. Con las gafas y los audífonos que desde hace algún tiempo se experimentan estamos a las puertas del metaverso concebido como peregrinación hacia más allá del universo. Es hora de que ese eventual paroxismo de la conectividad permanente plantee interrogantes sobre el futuro del humanismo, por lo menos a teólogos y filósofos.
La agencia The Associated Press despacha 30.000 noticias por mes escritas por robots. Son noticias esquemáticas: cotizaciones bursátiles, resultados deportivos, anuncios meteorológicos. Aún desdeñamos la hipótesis de que los robots puedan transmitir algún día ternura, crispación u otros sentimientos. Pero estemos atentos frente a realidades virtuales que tienen, en principio, resultados exitosos en videojuegos y salones donde el arte virtual se cotiza por millones de dólares; también en la preparación de intervenciones neuroquirúrgicas. Uno de los problemas del metaverso es resolver “el mal de mar” que algunos alegan padecer con el casco y los audífonos de realidad virtual: el oído interno le dice al cerebro que el cuerpo está quieto, pero los ojos le informan lo contrario. El cerebro se confunde y desorienta.
Joe Kahn, editor jefe de The New York Times, ha dirigido a sus redactores un mensaje. Ha dicho que olviden los tuits, que impelen a debates irreflexivos, y se concentren en el periodismo de calidad. Recemos para que haya en el oficio otros Joe Kahn que defiendan la sustancia del periodismo y la sacralidad de los hechos. Un periodismo aunado a la esperanza de la Unesco de que la interacción comunicativa entre las personas sea el lugar donde se manifieste la cultura como principio organizador de la experiencia humana.