La política del mal y la maldad en política
La política es conflicto. Esto fue diagnosticado desde hace siglos por filósofos, cientistas políticos, sociólogos. Está escrito en cualquier manual básico de Ciencias Políticas. Es la base de toda teoría del estado. Un conflicto que fue delimitado en los siglos XVII y XVIII por los llamados contractualistas: Locke, Hobbes, Rousseau. Aquellos que advirtieron que si el hombre no establecía un código, un contrato de convivencia, se iba a convertir en lobo de su propia especie. A partir de allí, la idea de un sistema republicano, con clara división de responsabilidades y poderes, se extendió por el mundo moderno.
Pero el conflicto en política siempre se mantuvo. Y está bien que así sea. Es producto de la inteligencia humana, en definitiva. La razón de ser de su especie. El problema surge cuando el conflicto político excede la razón y se mete, de lleno, en el plano de lo irracional.
Para eso, las sociedades modernas tuvieron que dividir el poder y pedirle a un sector de ellas que se apartara del conflicto político para lograr dirimirlo allí donde el debate no lograba un consenso. Donde lo irracional entraba en escena. Hablamos de la Justicia, claro. Pero lo que debería ser solución se convirtió en problema. Aquí y en toda América latina. No hoy, sino desde el momento mismo en que cada uno de sus países declaró su independencia del poder colonial. Y la política buscó imponerse sin control. Sin límites.
"Hacete amigo del juez y no le des de qué quejarse", dice nuestro poema nacional. Y así, nuestro Popol Vuh, nuestra Ilíada, nuestra Odisea nos termina advirtiendo desde la escuela que siempre es bueno tener palenque en el que rascarse. La política tomó nota desde entonces sobre el asunto.
La política argentina es conflicto, obviamente. Siempre lo fue, como todas. Pero preocupa cuando rompe los límites de ese contrato imaginario en el que debe desenvolverse. Preocupa cuando excede los límites de la razón y empieza a transitar ese camino fangoso que la ubica más cerca de Las brujas de Salem, de Arthur Miller que del Contrato Social de Rousseau. Y la pandemia que nos sacude a todos parece, por momentos, acercar el discurso político argentino -también el de algunos otros países- más a la peste negra del siglo XIV que a una peste del siglo XXI.
Así, el conflicto no lleva a un debate de ideas, sino a una discusión sobre el bien y el mal. Un debate político que nos aproxima más a San Agustín, uno de los padres de la Iglesia, que a Max Weber, el padre de la Sociología. La política argentina se corre, de esa manera, hacia un terreno metafísico, intangible, más cerca del dogma que de la razón. Y entonces, una protesta, un banderazo, terminan convirtiéndose en una cuestión de fe. En un dogma. Es el bien o el mal. Depende del lado político que se lo mire.
¿En qué categoría política habría que ubicar entonces a los ciudadanos que protagonizaron los banderazos anteriores? ¿No es gente de bien?¿Es gente del mal?
El presidente Alberto Fernández acaba de plantear en un Zoom con militantes del PJ que "cuando termine la pandemia va a haber un banderazo de la gente de bien". La pregunta resulta inevitable: ¿En qué categoría política habría que ubicar entonces a los ciudadanos que protagonizaron los banderazos anteriores? ¿No es gente de bien?¿Es gente del mal? La presidenta de Abuelas de Plaza Mayo, Estela de Carlotto -cuya posición partidaria es conocida- dijo tras la masiva protesta del 17 de agosto pasado, que sus organizadores eran víctimas de "una profunda ignorancia o maldad". No sorprende: ya en febrero había hablado de "la maldad de Mauricio Macri" y años atrás de "la maldad que tiene" Elisa Carrió. Lo que sí sorprende es que sean palabras de una víctima de una dictadura mesiánica y brutal que asociaba la militancia política, precisamente, con la maldad.
De allí, la necesidad de mirar -y medir- atentamente las palabras. De allí, la necesidad de que la política vuelva a cumplir su rol de sostén del conflicto. Pero del conflicto que busca consensos. Porque las ideas se debaten. Para la maldad, en cambio, desde que el hombre es hombre solo hay una salida: eliminarla. Es casi un precepto bíblico. Una enseñanza que nos da la religión. Nunca la política.