La política como religión: el camino del infierno
Mi padre posó amorosamente su mano en mi hombro, y dijo:
–Sobre Dios es sobre lo único que no se puede discutir.
Tendría yo diez u once años.
Esa mañana, por primera vez –quizá fuera la única–, había mantenido una discusión con Juan Carlos, mi amigo y vecino preferido. Con Juan vivíamos, medianera de por medio, en la calle San Lorenzo, de Turdera, partido de Lomas de Zamora, y pertenecíamos a familias con tradiciones y culturas muy diferentes. Su papá, brigadier de la Fuerza Aérea, fue presidente interventor de Aerolíneas Argentinas –más tarde llegaría, incluso, a ocupar el cargo de gobernador militar de la provincia de Buenos Aires– y era un católico practicante. El mío, en cambio, médico de pueblo llegado desde San Juan, era un afiliado al Partido Comunista a quien le gustaba esgrimir su militancia con sonoridad y, aunque jamás renegó de sus raíces judías, se exhibía como un agnóstico público, y por momentos notorio.
No logro recuperar los pormenores de aquella trifulca con Juan sobre cuestiones de la existencia, pero deduzco que debe haber sido muy angustiante como para obligarme a recurrir a los consejos del indiscutido jefe de nuestra familia. Quizá lo más interesante de aquel episodio radicara en la duda que motivó la consulta y en la respuesta de mi superhéroe. Si el inconsciente no ha distorsionado esas marcas infantiles, el gurú de las convicciones blindadas, me estaba brindando con su contestación una clave que sería fundamental para mí a lo largo de los años: desde el enorme esfuerzo por practicar su misma fe con idéntica devoción hasta llegar al cuestionamiento de la misma empleando sus enseñanzas. “Sobre Dios es sobre lo único que no se puede discutir” era la admisión de su propia religiosidad ideológica –que más tarde sería la mía– y también la llave que abriría, muchos años después, el camino de mi libertad.
Cuando reviso las imágenes de entonces, vuelven con nitidez las férreas prácticas de la teología secular a la que ese cirujano tierno y entusiasta dedicaba sus oraciones. Bolchevique de comunión diaria, vivía de acuerdo con esas certezas las veinticuatro horas de cada día. Todo lo demás podía fluctuar, pero nada debía corroer ese sistema de valores unívocos.
A pesar de esos fervores, lo recuerdo siempre rodeado de personas que nada tenían que ver con sus sueños de un mundo sin explotadores ni explotados. Le gustaba hablar con vecinos y pacientes –incluido el brigadier, al que lo unía una relación de enorme respeto mutuo–, al margen de los devaneos ideológicos. Parecía orgulloso de esgrimir sus armas de seducción sin necesidad de convencer a sus interlocutores: siempre flotaba a su alrededor un aura de superioridad, como si él y sus camaradas fueran poseedores de una sabiduría a la que muy pocos lograban acceder. Sus batallas parecían no tener como objetivo capturar o evangelizar a los demás, sino esparcir por el aire ese néctar de futurista esclarecido. Muchas veces lo escuché decir: “No pueden entenderlo porque están aferrados a sus viejos credos”, “son buenas personas, pero no comprenden la dirección hacia la que marcha el mundo”. En su sentido de pertenencia no había desprecio por los otros, sino que su fanatismo tenía algo de elitismo modernista. No parecía urgido por ampliar su propia tribu, sino que confiaba en que las cosas se irían acomodando hasta desembocar en un nuevo amanecer.
A mí también me encantaba saber que éramos parte de “la vanguardia esclarecida del proletariado”. Distintos. Únicos. Dueños del futuro. Los sabores más exquisitos que tengo de aquellos tiempos se relacionan con banderas rojas, hoces y martillos, estrellas de cinco puntas y retratos de próceres que los demás pibes no conocían: Marx, Engels y Lenin.
En 1962 papá viajó a Moscú. Por entonces, este era, como casi todo lo que ocurría en nuestro planeta familiar, un hecho extraordinario. El comunismo estaba proscripto, la Cortina de Hierro dividía al mundo en tajadas, y lo único que se publicaba en la “prensa burguesa” eran “infamias”, “calumnias”, “mentiras descaradas”. Su visita a la capital del comunismo tenía como pretexto un congreso médico (allá se practicaba “la mejor medicina” del planeta). Pero él quería ver otra cosa. Por supuesto encontró lo que había ido a buscar: “Tengo que contarles, es algo indescriptible; si hemos luchado, valió la pena: esto es lo que yo quiero, lo que nuestro país necesita”, dejó asentado en su libreta de apuntes de tapa marrón.
Por momentos pienso que los destinatarios de su legado éramos solamente nosotros: sus tres hijos y mi madre, su socia incondicional. Los demás, “la clase obrera y el pueblo”, ya lo comprenderían: las leyes del materialismo histórico, como la de la gravedad, más temprano que tarde, volcarían las cosas a “nuestro” favor.
Las creencias son siempre respetables e indiscutibles. Sin embargo, cuando las cuestiones de la fe se esgrimen como verdades absolutas, cuando se convierten en dogmas y se mezclan con temas tan terrenales como el poder, lo que emerge inevitablemente es la tragedia; la necesidad de convertir al prójimo, de “curar” al distinto. Eso ha sucedido a lo largo de la Historia y eso es lo que sigue ocurriendo.
Mientras mi padre, un idealista honesto y cargado de buenas intenciones, alimentaba sus convicciones consumiendo literatura romántica sobre héroes rojos, robustos obreros de principios inalterables, allá, en el “paraíso terrenal”, Stalin y sus sucesores se encargaban de vigilar la incontaminación del sistema, exterminando todo resabio de disidencia y de pensamiento singular. El periodista y narrador Vasili Grossman, quien fuera corresponsal del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra, escribió una extraordinaria novela, Todo fluye –que, dicho sea, no pudo publicar en vida por “recomendación” del Kremlin–, en la que cuenta la historia de un preso político encerrado por treinta años en los gulags siberianos. “La esencia de estos hombres –dice, refiriéndose a los guardianes de la pureza comandados por Lenin– reside en su fanática fe en la omnipotencia del bisturí. Aquel bisturí es el gran teórico, el líder filosófico del siglo XX”.
No se necesita de una patología particular para eliminar al otro. Amantes de la perfección, gente común convencida de que su verdad debe ser la de todos, comete los crímenes más aberrantes. La superioridad moral es la partera de las mayores monstruosidades que el ser humano sea capaz de realizar. Mezclando dioses con las tareas terrenales, se mata y se muere.
Así fue. Así es. Cuando la política va al templo, o se convierte ella misma en doctrina inmaculada, cuando sus líderes devienen en “el jefe” o en “la jefa” y las ideas no pueden debatirse ni cuestionarse, se inicia la omnipotencia del bisturí. Se abren las puertas del infierno.
Miembro del Club Político Argentino