La poesía metafísica y silenciosa de H. A. Murena
Empecé a leer la poesía de H. A. Murena en los años 90, en medio de un clima cultural que celebraba modas un tanto horripilantes. El deslumbramiento fue instantáneo. Busqué sus libros, inconseguibles, y los leí de un modo espasmódico, a medida que me los agenciaba. ¿De dónde salía este poeta? ¿A qué tradición se afiliaba? ¿Por qué se lo conocía tan mal?
Es cierto que El pecado original de América, ese ensayo suyo que dialoga magistralmente con Rodó, Vasconcelos, Mariátegui o Martínez Estrada, tuvo un éxito inmediato. También, que sus otros ensayos e inclusive algunas de sus novelas recibieron algo de atención. Sus poemas, en cambio, siguen estando ausentes de las librerías, de la crítica y hasta del inefable contracanon que se estudia hoy en las aulas universitarias.
El libro Una corteza de paraíso (Poesía 1951-1979), que la editorial Pre-Textos acaba de publicar, se propone reparar esa ausencia y volver a preguntar, si se puede, por qué su poesía, finísima y punzante, no ha logrado hacerse audible.
Como poeta, hay que decirlo, Murena es un fulgor difícil. En sus libros conviven improbablemente el asentimiento y la insumisión. Podría, incluso, hablarse de intransigencia musical pero eso, sin ser falso, resultaría insuficiente. Sus poemas son objetos solitarios, cajas de resonancia irregular, tramas donde se enlazan conceptos metafísicos con imágenes líricas para dar paso a pequeños silencios que, a su vez, dan paso a otras frases u otros silencios.
Ruido, escribió Murena, es lo que hacen los que no oyen. En esa frase extraordinaria conviven muchas cosas: un anatema contra el infierno sonoro de la cultura de masas, sí, pero también un álgido llamado a oír lo que Henri Bremond, en su libro Plegaria y poesía, llamó el vacío viviente: "Hombre, calla, escucha./La sabiduría es receptiva".
De libro a libro, Murena alcanza, con gracia y con saña, su "estilo tardío", ese momento en el cual, según Edward Said, los artistas, ya en plena posesión de su instrumento, establecen con el statu quo una relación contradictoria y alienada. No estamos aquí en presencia de una "catástrofe" al modo pizarnikiano, en la cual la obra se vuelve, al final, más caprichosa y excéntrica, sino de la asunción plena de un estilo peliagudo, airosamente sordo a cualquier tipo de mandatos. De todos sus libros de poemas, El águila que desaparece (1975), que publicó un mes antes de morir, es el más extremo. Ahí las tentativas de los libros previos se acentúan hasta que no quedan, sobre la página, más que ínfimos resabios del viaje aéreo del poema. Un simulacro de frase ha sido escandido en poquísimos versos, alzando catedrales de sentido con nada.
Esa nada, claro, está llena de esqueletos luminosos donde brillan el exilio, el aislamiento, el canto extemporáneo de las aves y la fabulosa luz de lo invisible. A ese anacronismo, Murena lo apuesta todo.
No era fácil sostener esta poética en esos años de efervescencia política. Murena fue tildado muy pronto de esencialista místico o de conservador elitista. Es cierto, algunos lo defendieron (no muchos, no con la rapidez necesaria). Héctor Schmucler explicó retrospectivamente que su voz se había ido "tornando inaudible en una Argentina arrasada por otras perplejidades". Murena, decía Schmucler, no solo fue incesante en la búsqueda de lo sagrado cuando todo apostaba a la secularización: supo también que los sueños de la razón engendran monstruos, que la técnica no es la salvación y que, por escapar a Dios, se cae en manos del hombre que suele convertirse en el más sanguinario y cruel de los dioses.
Más cerca del Bhagavad-Gita y de los textos sapienciales de Oriente y Occidente, Murena eligió una militancia empedernida contra su propia época. No es que la política no le interesara; es que, como Adorno, entendía el debate social y político como un debate estético adentro de la obra. Le interesaban las preguntas, no las respuestas. Lo ecléctico, no lo calcificado. La pluralidad, porque devuelve la opacidad inherente de lo real, protegiéndonos de la locura del discurso único.
Su concepción del arte y del lenguaje discutió siempre con la rúbrica comprometida de Sartre y también con la de sus contemporáneos locales de la revista Contorno. Para Murena, nunca fue función del artista modificar la realidad.
Termino con una brevísima parábola que relata Eliot Weinberger en su libro Algo elemental. En 1607, el monje Chen-i conoció a una mujer que había pasado muchos años en las montañas de Wu-t'ai. La mujer vivía bajo una techumbre de juncos con goteras, de un metro de altura; casi nunca comía; llevaba el cabello enmarañado. Cuando le preguntaban su nombre, respondía: "No tengo nombre". Cuando le preguntaban su edad: "No tengo edad". Cuando le preguntaban por su método de meditación, replicaba: "No tengo un método". Cuando le preguntaban qué había logrado entender, decía: "Mis oídos oyen el sonido del viento, la lluvia y los pájaros".
Siempre pensé que esa mujer hubiera podido habitar, sin desmerecerla, la poesía de Murena. Me la imagino así, sentada en silencio entre esos poemas diminutos, sin premuras ni sobresaltos, sin hacerle preguntas al lenguaje, abocada solo al don más difícil: aquel que es en la medida en que deja de ser. Cuando ella salga de esta página, quedará una estela. Una diáfana incertidumbre hecha de mundos imposibles de tan reales.
La autora es poeta y ensayista; autora del prólogo de Una corteza de paraíso, que reúne la poesía de H. A. Murena