La pobreza estructural no es solo social
La pobreza social en la Argentina tiene dos características cruciales: es novedosa y no procede de superpoblaciones rurales ancestrales, sino de la administración de su particular trama productiva y demográfica durante los últimos sesenta años. Tampoco resulta de un conjunto de desaciertos súbitos, sino que fue una posibilidad candente evitada desde los años 30 por una sociedad civil progresista y de un Estado fuerte congruente en esa aspiración colectiva devenida sentido común.
Poca gente y mucha demanda laboral habían motivado desde los tiempos posemancipatorios salarios elevados para los sectores subordinados
Poca gente y mucha demanda laboral habían motivado desde los tiempos posemancipatorios salarios elevados para los sectores subordinados. No bien la inmigración europea comenzó a densificarse desde aproximadamente los años 60 del siglo XIX, esa dinámica se plasmó en posibilidades de ascenso social relativamente fáciles. Cuando esta se tornó masiva, su coincidencia con el boom exportador disparado por la trilogía frigoríficos-ferrocarriles y producción agropecuaria, la mayoría de los recién llegados pudieron ascender ellos mismos a una esforzada clase media. La educación pública laica gratuita y obligatoria prometía a su vez consolidarla en sus hijos y nietos.
Este derrotero supuso la expansión de la mancha urbana de Buenos Aires y de las principales ciudades del litoral mediante el sistema de loteos de sus arrabales semirrurales. La propiedad de la tierra y de la vivienda fue el signo inequívoco del punto de partida del ascenso. Los inmigrantes del litoral y de la pampa húmeda, que luego de 1930 sustituyeron a los europeos, continuaron esa dinámica incorporándose como mano de obra de una industria sustitutiva de las importaciones que nuestras menguantes exportaciones agropecuarias nos impedía seguir adquiriendo. Se transformaron en la fuerza laboral de una nueva dinámica socioeconómica que duró hasta aproximadamente comienzos de los años 70.
Sin embargo, desde los años 50 el peligro del derrape de nuestra excepcionalidad regional como sociedad integrada y pujante se cernió acechante. La industria acelerada desde los 30 se expandió en un mercado interno cuantitativamente reducido por nuestra persistente debilidad demográfica. Y no bien incursionó a partir de la década siguiente en ramas más complejas, el elevado piso salarial del Estado peronista las tornó crónicamente supeditadas a protecciones arancelarias, cambiarias y crediticias. Su dependencia de las castigadas exportaciones tradicionales que nuestros antiguos consumidores sustituyeron por las propias abrió curso a una puja distributiva entre el campo y las economías urbanas que el Estado no pudo administrar racionalmente debido a la crisis de representación y de legitimidad congénita a nuestro sistema político.
Alcanzó, sí, para preservar la integración social; pero conjugada con un curso espasmódico de inflación y devaluaciones crónicas y espiraladas. El ingreso en una nueva y postrera etapa industrial de alta complejidad tecnológica hacia los 60 agravó las demandas cruzadas sobre un Estado colonizado y fiscalmente exhausto que fue extraviando su potencia histórica. La crisis de varias economías regionales descerrajó un nuevo torrente inmigratorio interno procedente del nordeste, del noroeste y de los países limítrofes. La vieja ecuación entre oferta y demanda de trabajo por primera vez se equilibró. Como nunca antes, el país requirió de una destreza administrativa fina para evitar caernos de la cornisa por la que transitábamos. Sin embargo, los reflejos violentos, providenciales y voluntaristas de la política de los 70 marcharon en sentido contrario.
Se procuró resolver el déficit fiscal mediante un endeudamiento público y privado inconsistente con los bajísimos niveles de inversión y reinversión debido a la desconfianza local e internacional por nuestra recurrente afición por costosísimas aventuras colectivas. Durante los 80, la necesidad de financiar esa deuda y sostener mínimamente a una actividad productiva en proceso de rápida reestructuración determinó un tipo de cambio favorable a las exportaciones pero socialmente excluyente, dados sus componentes alimentarios aún dominantes.
La puja distributiva se acentuó pese a la desaparición de muchos de sus jugadores tradicionales, culminando con una hiperinflación que en 1989 exhibió con nitidez los alcances de la descomposición de la sociedad industrial. La pobreza social alcanzó a una cuarta parte de nuestra sociedad. Su expresión tal vez más flagrante fue la prosecución de la urbanización de los grandes centros litoraleños –y particularmente del GBA– ya no mediante la racionalidad de los loteos, sino de ocupaciones territoriales masivas y compulsivas sobre tierras públicas y privadas comenzadas con la democracia.
La reducción del 25% al 17% en los primeros años de los 90 no bien se logró estabilizar la economía demostró la indispensabilidad de acabar con la inflación y recuperar el crecimiento como para retornar, al menos, al equilibrio perdido. Los rigores formativos de la revolución tecnológica en curso pusieron, asimismo, sobre el tapete la necesidad de exigentes cambios en el sistema educativo. Pero el déficit fiscal crónico financiado nuevamente mediante un endeudamiento inconsistente con nuestro retornado crecimiento y una política educativa exactamente inversa a la requerida esterilizaron los logros.
Los gobiernos se convencieron de la estructuralidad del fenómeno y de la necesidad de administrarlo mediante políticas subsidiarias hasta entonces fragmentarias y localizadas. Surgieron así desde mediados de la década los primeros "planes" para desocupados desbordados por un nuevo crack económico que elevó la pobreza a fines de 2001 a la mitad de la población del país. La rápida recomposición de los 2000, fundada menos en nuevas inversiones que en exprimir al máximo la capacidad instalada de los 90, redujo la pobreza social a su piso convencional de aproximadamente el 25%, pero sin poder perforarlo.
Cuando el nuevo ciclo se agotó, hacia las postrimerías de la década, las políticas administrativas de la pobreza fueron reformadas con el propósito difundido por la profusa propaganda oficial de ajustarla a la supuesta reindustrialización del país reintegrando a su sociedad. El concepto de "inclusión" sinonimizó, sin embargo, nuevas y precarias microciudadanías colectivas de beneficios recortados por la venalidad política. Desde hace diez años, los sucesivos gobiernos lograron evitar –por ahora– un nuevo crash como los de 1981, 1989 y 2001. Pero el estancamiento endémico y los sucesivos abismos recesivos agravados este año por la pandemia y la cuarentena están aproximando al país peligrosamente a los picos de pobreza históricos de 2001.
Hasta aquí, esta breve reseña histórica de nuestra pobreza social. Hay otra más grave que la sustenta y explota: la pobreza intelectual, moral y administrativa de nuestra clase política y de nuestras elites dirigentes en general. Una oligarquía incapaz de regenerar la confianza para recuperar un crecimiento perdido desde hace décadas. Una cultura política que en nombre de "los que menos tienen" practica la administración de su penuria en la que se afianzan paradojalmente sus privilegios corporativos. Sin duda, una traba infranqueable para nuestro desarrollo colectivo. Se necesita, en cambio, una cultura que permita desplegar estrategias de contención de los pobres endémicos y de promoción para sus hijos a partir de nuestras inmensas potencialidades y de las prodigiosas posibilidades que nos ofrece nuevamente el mundo.
Miembro del Club Político Argentino