La pobreza, desafío de todos
Es un problema complejo, atravesado por múltiples variables y con una dinámica de arrastre que explica su persistencia en el tiempo. Tras el retorno de la democracia en 1983, Raúl Alfonsín la heredó de la dictadura, con una economía hecha trizas y sin acceso al crédito. Con Carlos Menem se agrandó a fuerza de ajuste y desregulación. Fernando de la Rúa, en tanto, no es recordado por ocuparse del tema.
Luego de la crisis política de 2001, Eduardo Duhalde buscó combatirla implementando planes sociales con sentido clientelar. A su turno, Néstor Kirchner la redujo a fuerza de crecimiento económico, gasto público desmedido, consumo y asistencialismo. También la ocultó al intervenir el Indec. Cristina Kirchner la negó, en un insulto a la inteligencia de la ciudadanía. No sin dificultades, pasado el lógico sinceramiento estadístico del Estado, el gobierno de Cambiemos le puso número al flagelo: la pobreza en Argentina alcanza el 32,2%.
El dato duro dispara los interrogantes y la reflexión. Primero: ¿es culpa del Gobierno el escandaloso porcentaje de pobreza? No. Resulta obvio que la presidencia de Mauricio Macri no generó más de 8.500.000 pobres y 1.700.000 indigentes en poco más de un año. No obstante, la necesaria devaluación y la retracción económica en diversas áreas explican el crecimiento de la pobreza desde diciembre de 2015 hasta hoy. Esta realidad justifica el incremento de las partidas para Desarrollo Social.
¿La pobreza es herencia recibida del gobierno anterior? Sí y no. Sí, porque desde la negación discursiva y la manipulación estadística se construyó una realidad falsa. Realidad que ahora es denunciada impúdicamente por quienes administraron el Estado y los recursos públicos por más de 12 años. Y no, porque el gobierno nacional tomó medidas que también determinan el presente.
¿La pobreza que va más allá de los ingresos? Es tan pobre alguien que no logra cubrir sus necesidades básicas con el salario como aquella persona que tiene vedado el acceso a los servicios básicos: agua, cloacas, electricidad, salud, educación, seguridad, etc. Carecer de tales derechos es sinónimo de exclusión.
En este escenario debe imponerse la sensatez. Entonces, quienes gobernaron un país que, supuestamente, tenía menos pobres que Alemania, deberían tener el decoro de guardar silencio o, al menos, retractarse. Al mismo tiempo, el oficialismo, cabalgando los problemas recibidos, tiene la responsabilidad política de bajar la cifra de pobres e indigentes lo antes posible. Ése será su triunfo cultural.
Mientras tanto, el sindicalismo, cuyos dirigentes amasan fortunas y se niegan a presentar declaraciones de bienes, tiene la chance de pensar que un trabajador pobre es un ciudadano con menos derechos. Paralelamente, mientras deja atrás el populismo papal que bien describe Loris Zanatta, la Iglesia Católica debe aceptar que la pobreza no se sacraliza. Nadie es mejor cristiano por ser pobre.
Así las cosas, en los albores de un año electoral, se impone el cuestionamiento filosófico. Parafraseando a Montesquieu, queda la pregunta: ¿Cuánta pobreza es capaz de soportar la democracia sin perder su sentido y esencia?
La respuesta a este interrogante medular debe ser el motor del accionar político, la referencia ética ineludible frente a los sectores más necesitados.
Licenciado en Comunicación Social, miembro del Club Político Argentino