La plaza del héroe y el villano
Martín de Álzaga fue un comerciante de origen español que pasó de ser protagonista de la defensa de Buenos Aires en las invasiones inglesas a convertirse en cabecilla de un complot contra las autoridades criollas
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En el barrio porteño de Palermo hay una pequeña plaza triangular enmarcada por las avenidas Cerviño, Colombia y la calle John Fitzgerald Kennedy que recuerda a un personaje de los orígenes de nuestra patria que, en una misma vida, se tomó su tiempo para consagrarse como héroe y morir, poco más tarde, como villano.
Hablamos del comerciante de origen español Martín de Álzaga, que, merecidamente o no, cuenta hoy en la ciudad con el mencionado espacio verde palermitano –donde incluso se levanta un busto en su homenaje- y una calle en Boedo, que también está dedicada a su hijo Félix.
Es natural que, con los avatares de la historia argentina, siempre cambiante y vertiginosa, encontremos aquí y allá a muchos de sus protagonistas que exhiben en su biografía un sinfín de claroscuros. Pero en el caso de Álzaga, sus contradicciones quizás sean realmente extremas. Pasó de ser uno de los hombres más importantes y admirados en la organización de la defensa contra los invasores ingleses de Buenos Aires –en 1806 y 1807-, a convertirse en el cabecilla de una conspiración que apuntó, en 1812, a destituir al gobierno criollo. Una conjura que incluía acabar, de ser necesario, con todos los habitantes de la ciudad que no fueran leales a España.
Bien miradas, las actitudes de este personaje central en la vida de la colonia no son tan opuestas. Después de todo, él había nacido en España, en 1755 y, aun habiendo llegado a Buenos Aires de niño, siempre fue fiel a los intereses de la penísnula ibérica. Por eso, cuando desplegó toda su astucia e incluso desembolsó parte de su fortuna para defender la ciudad de los británicos, lo hizo en nombre de la causa española. Y lo mismo cuando quiso complotar contra el primer triunvirato.
Pero lo que realmente sorprende es el tamaño de este complot. Y su crueldad. Álzaga organizó todo junto a otros comerciantes, exmilitares y hasta religiosos, como Fray José de las Ánimas.
La confabulación buscaba derrocar a la junta revolucionara, conformada entonces por Chiclana, Sarratea y Pueyrredón. Según bibliografía que cita Marcos de Estrada en su libro Argentinos de origen africano, “el plan era vasto y las consecuencias, tremendas. Contaban con 10.000 paisanos y fuerzas de desembarco mandadas por los realistas de Montevideo y la consigna era –atención a esto-, no dejar vivo ningún americano de siete años (para) arriba”.
Otro de los textos citados por de Estrada señala que, en Buenos Aires, “no habrían de quedar criollos, mulatos, indios, ni negros, sino solamente españoles”.
El terrible asalto contra las autoridades criollas se llevaría a cabo, en principio, en el mes de junio de 1812, mas luego se postergó para el 5 de julio.
Pero, como bien uno puede notar al repasar cualquier libro de historia argentina, el sangriento golpe de estado de Álzaga y sus secuaces nunca se concretó. Antes bien, la confabulación fue abortada gracias a la denuncia de un esclavo, Ventura, que se enteró del complot y lo comunicó a las autoridades porteñas el 30 de junio de 1812.
Cuando lo consultaron acerca de por qué había decidido informar sobre el levantamiento, este valiente afroamericano respondió, conciso: “Porque nos iban a matar a todos”.
El dato que había traído el esclavo empujó a los triunviros a una célere investigación que dio por tierra con la confabulación. La rebelión de los españoles culminó con treinta y dos ejecutados y veinte desterrados.
Álzaga fue fusilado junto con otros acusados del complot y permaneció colgado durante tres días en la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo). Ventura, por su parte, recibió de la junta criolla el don de la libertad, una suma de dinero, un sable y una medalla de reconocimiento con la inscripción: “Por fiel a la patria”.
Por esos extraños misterios que guarda la nomenclatura urbana porteña, pese al accionar de cada uno, Álzaga quedó inmortalizado en una plaza, mientras que la ciudad, vaya desagradecida, dejó en el olvido al bueno de Ventura.