La planificación, condición indispensable para un desarrollo consensual
Porque durante toda su vida fue víctima de una humildad enfermiza y esquivaba la publicidad, pocos contemporáneos saben que Gaston Berger fue el principal precursor de una nueva ciencia de previsión del futuro que bautizó con el esotérico término de prospectiva. Y porque era filósofo –prestigioso, pero desconocido–, dedicó su carrera a pensar los contornos de esa disciplina que aspiraba a “estudiar los futuros posibles”: sus trabajos de “antropología prospectiva”, conceptualizados como “ciencia del hombre a venir”, constituyeron la columna vertebral de lo que más tarde se conoció como prospectiva.
Su libro Fenomenología del tiempo y prospectiva –más otras 11 monografías que fueron rescatadas en 2020– constituyen el corpus teórico de lo que podría llamarse escuela francesa de planificación, que sirvió como zócalo intelectual al desarrollo del país.
Berger y sus discípulos fueron acaso los únicos planificadores que actuaron impulsados por un idealismo imaginativo después de la Segunda Guerra Mundial, cuando convocaron al país en torno de proyectos de reconstrucción para prepararlo a enfrentar una nueva época de necesidades, desafíos y esperanzas. Pero el concepto de planificación había sido teorizado desde los años 1930 por el belga Henri de Man.
Proyectar el futuro no es un ejercicio sencillo ni vano. La historia enseña que las civilizaciones, los países, las familias desaparecen cuando acumulan pusilanimidad, incompetencia y procrastinación, mientras que –para sobrevivir– se necesitan lucidez, voluntad y coraje.
En todas las épocas hubo pueblos ambiciosos o dirigentes visionarios que rehusaron inclinarse ante la indolencia, la fatalidad del destino o los desafíos de la geografía, y pensaron cómo forzar la marcha natural de la historia para preparar el futuro. Ningún político “sensato” hubiera pensado en construir Venecia en un remanso del Adriático o levantar un país en terrenos inundables, como Holanda. Lo mismo se podría decir del obstinado presidente Franklin D. Roosevelt que lanzó un gigantesco programa de obras públicas y reformas para recuperar la economía de Estados Unidos, devastada por la crisis de 1929.
Para respaldar esa ambición, Roosevelt reguló el sistema financiero y estableció un seguro de depósitos bancarios para proteger a los ahorristas, y adoptó un sistema de amparo social para jubilados y personas sin recursos. Ese programa fue financiado, en gran parte, con una reforma del sistema impositivo que, entre los años 1930 y 1980, llegó a aplicar tasas progresivas a los beneficios de 70% (e incluso de 95%).
Su célebre New Deal fue el primer plan de desarrollo de la era moderna que permitió poner de pie un país desarticulado, propulsar un dinámico desarrollo industrial y consolidar sus aspiraciones de convertirse en primera potencia mundial. Pero ahora, paradójicamente, el país precursor carece de un organismo centralizador de planificación. Ese fenómeno, agravado por la feroz rivalidad política, explica las dificultades para modernizar obras públicas que tienen casi un siglo de antigüedad o aprobar la ley de infraestructura bipartidista que prevé construir nuevas carreteras, puentes, transportes públicos, energía, agua y banda ancha de comunicaciones.
Después del New Deal, el único país que aplicó una política de desarrollo coherente fue Francia por iniciativa de Charles de Gaulle. Entre 1946 y 2006, la Comisión General de Planificación (CGP), piloteada inicialmente por Jean Monet, imaginó el desarrollo sin dejarse intimidar por los cambios políticos. Durante 60 años, un equipo de 160 personas –formado por 20% de funcionarios y 80% de especialistas contractuales– estructuró 12 planes de desarrollo que le permitieron al país salir de los escombros de la guerra hasta convertirse en quinta potencia mundial.
En la URSS, Stalin quiso imitar a Roosevelt y, entre 1938 y 1955, lanzó cinco planes quinquenales teóricamente destinados a transformar ese país esencialmente agrario en potencia industrial. Los progresos industriales logrados especialmente en los sectores militar y espacial no modificaron el nivel de vida de la población y –peor aún– tuvieron un costo excesivamente elevado: la mano de obra de esos programas fue aportada por los 18 millones de personas enviadas a los campos de trabajo forzado del gulag.
Algo similar ocurrió en China, donde los monstruosos errores, excesos y la represión política cometidos en los dos primeros planes (entre 1953 y 1976) terminaron en pavorosas catástrofes: la gran hambruna derivada del Gran Salto Adelante, lanzado por Mao Zedong para transformar la tradicional economía agraria a través de una rápida industrialización y colectivización, provocó entre 15 y 55 millones de muertos. Aunque stricto sensu no fue un verdadero plan de desarrollo, la Revolución Cultural (1966-1976) tuvo un profundo impacto negativo. Ese período de agitación política y social, también promovido por Mao, demolió la economía del país y dejó un balance de 20 millones de muertos. En 1981, el gobierno comunista definió ese estrepitoso fracaso como responsable del “revés más grave y de las mayores pérdidas sufridas por el partido, el país y el pueblo desde la fundación de la República Popular China”. Con la llegada de Deng Xiaoping al poder, China inauguró un período más virtuoso de desarrollo y crecimiento que cambió por completo la estructura del país y permitió elevar en forma considerable el nivel de la población. Esa era de prosperidad –desarrollada a un ritmo de crecimiento de 10% anual hasta la epidemia de Covid– le permitió a China elevarse al rango de primera potencia económica mundial. En menos de medio siglo, esa posición la ubicó como principal aspirante a la supremacía mundial.
La lección de esas experiencias es que no hay crecimiento sin planificación y que ninguna transformación económica de fondo es viable sin un mínimo de consenso político y fuera de un marco de libertad.
Planificar no consiste en promover obras de infraestructura desordenadas o planes de desarrollo más o menos coherentes y relativamente financiados. Primero se trata de definir in mente el país que se pretende construir en función de las condiciones objetivas que limitarán su expansión o le permitirán explotar todos los recursos disponibles –incluyendo su prestigio y sus márgenes geopolíticos de acción– para adecuarlos a las condiciones internas y al contexto geoeconómico. Cada uno de esos pasos exige pensar en horizontes de mediano y largo plazo para adaptarse a la evolución de un mundo en constante transformación y prever el impacto que pueden tener la aparición de nuevas tecnologías y descubrimientos de la ciencia. Ese método permite esbozar posibles escenarios para arbitrar entre futuros posibles y deseables en el momento de adoptar decisiones estratégicas.
La planificación no termina con la última cifra o la palabra final, sino que requiere revaluaciones a intervalos regulares para verificar su capacidad de resistir a nuevas turbulencias capaces de amenazar el escenario inicial.
Ese es el desafío que es preciso resolver para abordar los dilemas del futuro en un contexto político y económico fluido, porque, como advertía Raymond Aron, “ningún régimen político puede ser viable ni tolerado si no garantiza un mínimo de seguridad al hombre ordinario”.
Especialista en inteligencia económica y periodista