La piedad peligrosa y los desaciertos del pobrismo
La escandalosa cifra de la pobreza y el asistencialismo exponencial y sistemático (algo distinto a la red asistencial como práctica habitual de los estados de bienestar) sugiere una reflexión en torno al “lado B” de la compasión: su lugar y eficacia en política. Quienes proclaman ser los voceros de las necesidades de un sector de la ciudadanía la identifican sin más con el pueblo no tocado por el vicio y objeto de compasión: los oprimidos y los pobres.
Para Jacques Rancière pueblo es un concepto vacío. Puede referir la asamblea, los esclavos griegos, los plebeyos romanos, los vasallos medievales, el tercer Estado francés o el proletariado. Alude a quienes carecen de derechos políticos; “la parte de los que no tienen parte”; la cuota de poder de los que no tienen ni voz ni voto. El obrero y la mujer, en el XIX. Hoy, los migrantes y refugiados que huyen de sus países de origen y reclaman membresía política (justicia, no caridad).
Por derechos políticos no debe entenderse “alimentación, vestido y reproducción”, los reclamos de los Sans-Culottes, la rama jacobina radical durante la Revolución Francesa, cuya verba incendiaria atizó el potencial político de los pobres. La ignominia de la miseria consiste en que deshumaniza y desindividualiza. Y es cierto, clamar por pan o por leche para nuestros hijos aglutina en un solo organismo, que exige una sola voz y se mueve inflamado de una sola voluntad. Asimilar una situación de necesidad extrema con la virtud del San Francisco de Asís es el más despreciable de los discursos manipuladores. Dicho pueblo es el constructo de una estrategia discursiva cuyo reverso es el cabecilla arribista que no representa opiniones o intereses, sino que pretende encarnar una única voluntad: alimentarse. Ni Robespierre ni Danton ni Desmoulins provenían de los estratos más bajos de le peuple parisino. Eran todos burgueses que reconocieron una estrategia de dominación. No lo hicieron a través del voto y el consentimiento reflexivos de los miserables, sino aprovechando al máximo una verdad tan vieja como la historia: la necesidad tiene cara de hereje.
El argot marxista de pacotilla de Juan Grabois incita a la violencia. Cuando amenaza con “dejar nuestra sangre en las calles” e introduce la lógica del trigo y la cizaña (el emprendedor vs. el pobre no tocado por el vicio), olvida las lecciones de la historia. Solo un régimen de terror podría establecer una sociedad de “hombres nuevos”, conforme al aforismo “de cada quien según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades”. Los de su tipo siempre son parte de la cúpula partidaria con privilegios burgueses (un hecho objetivo que el marxismo revisionista demostró hace más de cien años).
La mixtura irresponsable de marxismo y seudocristianismo impide a dirigentes como Grabois bregar por la verdadera promoción social de los pobres. Salir de su condición implica la saludable experiencia de la dignidad humana, fruto del trabajo y el esfuerzo. Conlleva también liberarse del lastre de los dirigentes que gestionan sin transparencia y reparten a discreción, cuyo poder deriva del estatus de sus clientes, cautivos de la dádiva. Al Estado no le compete hacer caridad, sino impartir justicia y crear condiciones óptimas para la generación de trabajo. El principio excluyente de la caridad es su anonimato: que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda.
La estrategia de elevar al desposeído o al oprimido a agente político de primer orden es tan vieja como “el celo compasivo” de Robespierre: “Los miserables me aplauden”. El incorruptible defendió “la dictadura de la libertad” y “la virtud y el terror”; se erigió en portavoz incuestionable de la voluntad de los miserables; desató el terror rojo del Comité de Salvación Pública (un nombre elegante para la caza de brujas), y terminó en la guillotina cuando la espiral de violencia se lo tragó junto a otros cabecillas. Sus discursos fogosos llevaron a las calles lo que J. J. Rousseau había incorporado a la teoría: el potencial político de la piedad. Rousseau imaginó al buen salvaje impoluto de todos los vicios de la “buena sociedad”. Le atribuyó la “innata repugnancia que despierta el sufrimiento ajeno”, una pasión previa a toda socialización y patrimonio del pueblo bajo.
En La piedad peligrosa (también traducido como La impaciencia del corazón), Stefan Zweig caló como nadie en la trampa de la compasión. Las hay de dos clases. La peligrosa es “la débil y sentimental”, es “impaciencia del corazón por liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena”; “una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno”. La otra, discierne y es proactiva. No es una pasión irresistible, sino una virtud “creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá”. Desplazada a la arena pública, el remolino de compasión irreflexiva solo sabe sufrir con el que sufre, le presta su voz y elude todos los largos y tediosos procedimientos de la Justicia y los caminos institucionales. Con celeridad y eficacia, reacciona con un acto violento: usurpa, conculca, destruye o vandaliza.
El aspecto perverso (su lado B) es que el compasivo necesita del miserable para autoafirmarse como tal, como el poderoso necesita del débil.
Contra la pirotecnia jacobina, Hannah Arendt no se interesó por la piedad, sino por el alcance público de la solidaridad, que mira con los mismos ojos a “ricos y pobres”, a “poderosos y débiles”. Su ecuanimidad la protege del vórtice de la pasión, pero “no implica dureza de corazón”.
Si volvemos a la filosofía en busca de inspiración, la verdadera virtud no es la empatía irrefrenable que con total ingenuidad prefiere sufrir con el que sufre, sino la máxima socrática que a conciencia elige “sufrir la injusticia antes que cometerla”.