La pérdida definitiva de Kerouac
Muchos de los aforismos con que Jack Kerouac explicó su método espontáneo de escritura (son treinta) parecen hoy más un mantra de autoayuda que el estímulo liberador que significaron en su momento. “Hay que escuchar, estar abiertos, someterse a todo”, dice uno. Otro susurra: “Enamorarse de la propia vida”. También incita a “ser el santo loco, el necio de la propia imaginación”. Tanto tiempo después me llaman la atención los menos exultantes. ¿Qué quiso decir, por ejemplo, con este: “Aceptar las pérdidas definitivas”?
Hay una explicación posible en el flamante y muy póstumo Las mejores mentes de mi generación (Anagrama), de Allen Ginsberg. Al final del libro, el gran poeta beatnik hace un comentario detallado de cada aforismo de su amigo. Kerouac se percató –anota Ginsberg sobre eso de “las pérdidas definitivas”– “de que la vida misma era una especie de ceniza dorada. De que todos éramos fantasmas, en el sentido de que todo desaparecería al cabo de cien años, de que éramos una banda de fantasmas. Todo se perderá y también nuestros pensamientos”.
No vale el lugar común de que cien años después de su nacimiento –se cumplieron el sábado último: vino al mundo el 12 de marzo de 1922– podemos encontrar al autor de En el camino en sus libros. Kerouac, de creerle a Ginsberg, apuntaba a la fenomenología individual, a los afectos, imágenes, recuerdos que contenemos y que, intransmisibles, mueren con nosotros. Lo escrito es otra cosa: es adonde van a reflejarse apenas partes de esas pérdidas.
Hubo muchos Kerouac, como muestran sus libros y lo que se ha escrito sobre él. La estampa de símbolo beatnik la sufrió a largo plazo. Hacia el final de su vida la observaba con melancolía y algo de sarcasmo. Es esa incómoda contradicción la que todavía hoy mantiene relativamente distante de los radares a La vanidad de los Duluoz, su última novela, una obra maestra apenas leída.
"En sus días de frenesí beatnik, antes de lanzarse a improvisar en la máquina, Kerouac se atiborraba de lecturas –Joyce, entre ellas– para contagiar su propia inspiración"
Al momento de iniciarla Kerouac ya vivía en Florida con su madre y su última esposa, y se dedicaba con método al alcohol. Ginsberg habla de un Kerouac “viejo” –las fotos parecen confirmarlo–, pero tenía apenas 47 años cuando murió en 1969 de una hemorragia interna. Se preguntaba en esa época cosas como la siguiente: “Qué posibles sentimientos me pueden quedar hacia una ‘América” que se ha convertido en un hervidero de seres que han perdido todas sus convicciones, de masas que alborotan y luchan en las calles, de gente violenta, donde el cinismo se ha enseñoreado de la administración de ciudades y estados, donde toda grandeza ha desaparecido en los entresijos mosaicos de televisión…” La vanidad de los Duluoz, donde figura la diatriba, se inspira en gran medida en sus diarios de juventud (a los que cita sin complejos) y monta una autobiografía rapsódica y parcial, que va de su familia a sus días como jugador de fútbol americano universitario (lo frustró una lesión), de su frecuentación de la bohemia y los inicios poéticos a su estancia en la comisaría gracias a Lucien Carr, genio y asesino.
En otro de sus aforismos, Kerouac incitaba a imitar a Proust. Lo define en clave beat como “veterano fumón” del tiempo. En su última novela siguió tratando de probar esa admiración, pero su busca del tiempo perdido lo lleva por caminos muy distintos a los del francés. Ginsberg –uno de los pocos que rescatan La vanidad...– ve al Kerouac tardío, perdida toda tradición romántica, próximo a Céline y Joyce, entre la oralidad y el juego de palabras. No propone entre sus citas la que encuentro subrayada en mi ejemplar y corrobora su idea: al volver de Europa a Nueva York en un barco militar, el joven Jack pasa por un mar irlandés “green as snot” (verde como moco), la misma designación que le había dado Joyce en Ulises (“snotgreen sea”) para escándalo de los nacionalistas de su país.
En sus días de frenesí beatnik, antes de lanzarse a improvisar en la máquina, Kerouac se atiborraba de lecturas –Joyce, entre ellas– para contagiar su propia inspiración. La resaca de lo leído le fue productiva también, queda claro, en esa instancia final en que para escribir hay que dejar todo a un costado, una forma más kafkiana y definitiva de perderse.
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