La peligrosa obsesión mileísta con la pureza
El Presidente organiza un sistema de administración en el cual nadie puede disentir, ni discutir, ni introducir matices; la búsqueda de consensos pasó a ser, en la retórica oficialista, la coartada de “los malos” para trabar el cambio
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Arturo Ripstein es el más radical de los cineastas mexicanos. En 1972 hizo una película que constituye un monumento de significados: El castillo de la pureza. Versa sobre un fabricante de raticidas que siente una profunda antipatía por la condición humana en general, a la que juzga sucia y pervertida, razón por la cual encierra a su familia en un caserón para evitar que el contacto con el mundo la contamine.
Tiene tres hijos: un varón, Porvenir, y dos mujeres, Utopía, la más grande, y Voluntad, la más pequeña. Dentro de esa casa se aplica una disciplina espartana y, entre frascos de estricnina y jaulitas con cobayos, los hijos hacen trabajos forzados. No pueden distraerse, ni bostezar, ni ir al baño sin permiso. Si alguno rompe esas reglas es condenado a reclusión en unas sórdidas celdas de aislamiento, un encierro al cuadrado.
El único que sale a la calle es el padre, para vender los raticidas. La presunta pureza moral de este hombre se contrapone con cínicas entretelas, como cuando le ofrece a la hija de una clienta tener sexo por dinero y, dado el rechazo de la chica, la acusa ante la madre de habérsele insinuado. En una ocasión, en que entra a la casa un inspector que fiscaliza la elaboración de los venenos, viendo que la belleza de Utopía despertaba el interés del funcionario, le cortó el pelo a brutales tijeretazos, acusándola de buscona. No es necesario aclarar que la historia termina mal.
Milei organiza su gobierno como un sistema militar en el cual nadie puede disentir, ni discutir, ni introducir matices. Recuerda aquella famosa orden que impartían los celadores en los colegios de la dictadura, cuando se armaba la fila: “Quiero ver una sola cabeza”. Hay una apología del decisionismo y la uniformidad. La búsqueda de consensos pasó a ser, en la retórica del Gobierno, la coartada de “los malos” para trabar el cambio.
El argumento es que, como del otro lado son muy astutos, la única forma de gobernar es con tintes autoritarios. Cuando se rechaza poner límites a los DNU, y por ende se cuestiona el gobierno limitado –principio básico del liberalismo–, nos dicen que no podemos ser tan ingenuos de otorgarle esas herramientas al peronismo y sacárselas a los propios, olvidando que el gobierno tiene kirchneristas adheridos en todos sus intersticios y que la prepotencia no pierde su carácter tóxico según quién la ejerce. Cuando se dice que la diplomacia no puede desviarse un milímetro de la agenda presidencial están elogiando una concentración de poder llevada al absurdo. Cuando los tuiteros oficialistas dicen que las únicas opiniones válidas son las de Milei y Caputo nos recuerdan que toda la verdad del país está condensada en dos familias.
Estos partidarios del despotismo arguyen que solo el tránsito pasajero por un republicanismo castrado nos permitirá entrar al capitalismo y al desarrollo, del mismo modo que el padre en el film de Ripstein imponía la tortura como un peaje hacia un objetivo superior: la supuesta formación de seres impolutos. El fin justifica los medios. En ayuda de su tesis esgrimen argumentos cartesianos y empíricos. Alegan que la mesura sería darles aire a los lobbies corporativos, tanto sindicales como empresariales, al statu quo, que de inmediato pondrían palos en la rueda, ocultando así que dentro del propio Gobierno están enquistadas, de la energía a la salud, las corporaciones más emblemáticas. No nos engañemos: no hay una lucha contra las corporaciones, sino entre corporaciones. En cuanto a lo empírico, invocan en su favor casos como los tigres asiáticos o el pinochetismo, en los cuales la fase decisionista habría sido una instancia previa a la modernidad capitalista, con lo que reponen una polémica vieja y superada como si fuera una gran novedad.
Va contra cualquier lógica decir que disminuir los debates públicos aumenta la posibilidad de desarrollo. ¿Cómo sería esta idea de que toda la sabiduría anida en un trío de personajes funambulescos y fuera de ellos solo reina el error? Es absurdo sostener que la abolición de las polémicas y la implantación del matonismo hiperpresidencial puede inscribir al país en el orden capitalista. Ya lo dijo Patricio Aylwin en su momento: la democracia republicana es más lenta, sí, pero sustentable.
Olvidan además que esa “dictadura pasajera” que se pretende establecer sería a la medida de la cultura política local, con lo cual es torpe extrapolar ejemplos como el chileno. Descreo del determinismo, pero en la Argentina desde el más encumbrado empresario hasta el más humilde obrero esperan que la prosperidad les llegue del favoritismo político y eso no se cambia de un plumazo. El cambio cultural es mucho más sofisticado que la “batalla” de dos precarios agitadores aullando contra la filosofía woke. Si el Gobierno tiene el grueso de la literatura, el cine, el teatro, la música y la universidad en contra, si no hay ningún intelectual de fuste de su lado, más que enojarse y llamar “ensobrado” a todo el que se le cruza por delante el Presidente debería preguntarse si esa sociología adversa no responde a motivos más profundos.
La obsesión por la pureza no es sino miedo a perder el control de la botonera, a que la realidad adopte dinámicas imprevistas. Prefieren lo estático a lo dinámico: son tribales porque desconfían de la libertad que dicen promover. Ese camino desemboca en el menosprecio de los frenos y contrapesos, en el gobierno a golpe de decreto y en la expulsión de cualquier funcionario que, desafiando la sumisión, atine a pensar por sí mismo. Por eso prefieren a los conversos, que son serviles, por sobre los aliados, que reivindican la crítica constructiva. Lo paradójico es que la búsqueda de pureza decanta necesariamente en lo más impuro: esta utopía regresiva empalma mucho mejor con las purgas de Stalin que con la serena deliberación de una democracia liberal.
Las notas distintivas del mileísmo están ancladas en ese desvarío. La movilización de masas en el Parque Lezama o en las redes simula un diálogo que oculta la total pasividad de los receptores. El líder carismático dividiendo el periodismo entre “ratas” y “genios”, según lo apoyen o no, busca disciplinar, reducir la realidad a blanco y negro. La retórica hiperbólica (“el mejor gobierno de la historia”), el espeso friso de frases hechas” (“dejá de llorar”, “domado”, “fin”) y la presentación de la organización “Las fuerzas del cielo” como “brazo armado del mileísmo”, bajo una estética inquietante, se orientan a legitimar la agresión, intimidar y clausurar toda disidencia.
La violencia simbólica, lejos de ser una cuestión de modales o de estilo, como intentan minimizarla, es el preludio de la barbarie, la antesala de la violencia física: ¿no recuerdan acaso que la quema del Jockey Club fue consecuencia directa de una arenga de Perón no muy distinta a la de Milei en el Parque Lezama? El caso de la novela Cometierra, de Dolores Reyes, es particularmente interesante: sin entrar a juzgar la calidad de la obra ni la conveniencia de que esté en los colegios, es gravísimo que, tras haber sido el libro denunciado como pornográfico, la autora haya comenzado a recibir amenazas y a sufrir acoso en redes, al igual que sus hijos. Esto ocurre al mismo tiempo que la Argentina vota en la ONU, en soledad, contra las políticas de prevención de la violencia digital hacia las mujeres y niñas. Es decir: el “viva la libertad” era para el censor Catón y su orgía de moralina, no para todos los ciudadanos. ¿En nombre de qué pureza antiwokista podemos homologar tamaña caza de brujas? ¿En qué nos estamos convirtiendo?
Como sostuvo alguna vez Guy Sorman, la democracia republicana no es suficiente para fundar el capitalismo, pero es el único sistema que lo apuntala e inscribe en el tiempo. La institucionalidad es el cemento de cualquier cambio duradero. Los atajos, no importa si con buenas o malas intenciones, son siempre placebos que terminan mal.