La patria se los demanda
Finalmente, y con varios días de retraso, mi familia y yo pudimos volver a casa. Las gestiones personales del Presidente, preocupado porque cuando tenés ELA la demora en el tratamiento es irreparable, junto con la ayuda de otros funcionarios del gobierno nacional, acortaron la demora de mi regreso.
Volver después de estar varado te da una sensación de alivio total, especialmente cuando lo que te retenía lejos de tu hogar, como en mi caso, era un tratamiento médico. Pero este alivio no es suficiente para tapar la impotencia y la frustración que vivimos todos los que no pudimos volver a nuestras casas. En mi caso particular, eso va desde la angustia y la incertidumbre por el tratamiento que se interrumpe, con consecuencias que de mínima son desconocidas y de máxima pueden ser muy perjudiciales, hasta el esfuerzo emocional que implicó para mi mujer y para mí contener a nuestros cinco hijos, que ya vienen pasando por demasiadas cosas. Nadie debería estar obligado a transitar por una experiencia de estas características.
Manejarse así, sin ninguna consideración por las consecuencias que esas acciones arbitrarias pueden tener sobre la vida de personas reales y concretas, sólo puede ser consecuencia de interpretar la victoria en una elección circunstancial como un cheque en blanco. Como si la democracia fuese una ventana que se abre una tarde de octubre cada 4 años y se cierra esa misma noche, el triunfo electoral parecería otorgar el derecho a avasallar todo y a desconocer las normas básicas de la democracia y sus obligaciones más elementales, salvo cuando las críticas que se derivan de su propia incompetencia se las recuerda y alegan persecuciones políticas inexistentes.
Una vez más parece mentira -pero a la vez necesario- tener que aclarar esto: no es así como funciona una democracia republicana. El sistema en el que todos los argentinos elegimos vivir implica el equilibrio entre poderes que se controlan entre sí, una fidelidad a los valores fundamentales de la dignidad y convivencia humanas, y un respeto irrestricto por los límites que el propio sistema, que permitió elegirlos, les impone una vez que están en el poder. Es la manera que tiene la democracia, y en definitiva nosotros mismos, de asegurar su supervivencia y evitar que un ciudadano o una camarilla puedan reclamar únicamente para sí la representación de ese Estado.
Cuando la autoridad responsable de diseñar y aplicar las reglas de juego de un país se vuelve impredecible, caprichosa, errática y soberbia, entonces vivir, trabajar, producir y crecer en ese país se vuelve, también, inviable.
Lógicamente, cuando el objetivo final de un político o un partido es mantenerse en el poder, las reglas pasan a ser relativas y todo vale: los acuerdos entre fuerzas políticas y naciones son de cumplimiento opcional, el largo plazo se hipoteca y el Gobierno se interpreta a sí mismo como el garante de una Nueva Era, el impulsor de un Año Cero. En mi caso personal, una medida absurda me dejó varado en un país que no es el mío y evitó que regresara a tiempo, con las implicancias que eso podría tener para mi salud, pero ello es circunstancial si lo comparamos con lo que este tipo de prácticas generan en nuestra vinculación con el mundo. La Asociación Internacional de Transporte Aéreo volvió a insistir en que operar en la Argentina se está volviendo “inviable”, una caracterización que lamentablemente valdría también para otras áreas económicas y productivas del país, que son víctimas de las arbitrariedades gubernamentales. Cuando la autoridad responsable de diseñar y aplicar las reglas de juego de un país se vuelve impredecible, caprichosa, errática y soberbia, entonces vivir, trabajar, producir y crecer en ese país se vuelve, también, inviable.
Otra versión de este ejercicio desregulado del poder lo vimos esta semana con el manejo de la relación con Sputnik. La carta de la funcionaria Nicolini pone por escrito, con total impunidad, algo que todos sospechábamos, pero no teníamos forma de probar: que se optó por la vacuna rusa por sobre la Pfizer por motivos egoístas, vagamente geopolíticos, oscuros e interesados. A diferencia de la decisión que, en mi caso, me obligó a mantenerme alejado de mi hogar por tiempo indeterminado, las consecuencias de la acción que admite abiertamente Nicolini no se miden en horas perdidas en aeropuertos, en familias separadas o en tarjetas de crédito a punto de estallar: se mide en dolor humano y vidas perdidas, ni más ni menos.
Asistimos al punto álgido y trágico del desmanejo de la pandemia y la campaña de vacunación. El Gobierno llegó tarde y mal a todo. Se envileció con el virus del poder, para el que la única cura es una humildad que no tiene, y subestimó el problema desde el comienzo, para luego vacunar a sus amigos, en un escándalo moral del que, que yo sepa, no hay ningún antecedente en el mundo. Este festival de inoperancia, parcialidad y sordera ya dejó un saldo que ya supera los 100.000 argentinos fallecidos. Y nada parece indicar que esto haya cambiado algo.
Este gobierno está enfermo de presente, es adicto a la inmediatez. Cuando el horizonte no puede ir más allá del hoy y el ahora, nuestras acciones no tienen consecuencias y la culpa desaparece. Pero ni la vida de los políticos ni la de los ciudadanos es así. Cuando gobernamos tenemos la obligación de pensar en el futuro, de construir miradas superadoras y proponer una visión de largo plazo que marque un camino, una senda que pueda conducir a la sociedad hacia un futuro mejor que el presente en el que vive. Para eso somos dirigentes y para eso creemos en la política como una herramienta transformadora. Planificar, consensuar para garantizar la continuidad de esas transformaciones, construir con esfuerzo hoy para estar mejor mañana: nada de esto existe en la gestión de este presidente, que sólo aplica parches, muchas veces de forma equivocada, tarde e improvisadamente.
Gobernar así es muy cómodo y fácil. Como dijo otro presidente, es muy lindo dar buenas noticias, pero si uno se dedica solamente a eso está haciendo cualquier cosa menos gobernar. Ampliar derechos, que parece ser el único objetivo actual, es otra manera de seguir dando buenas noticias, algo muy lindo y loable, pero que no puede implicar dejar de lado derechos adquiridos que ya existen. Y no me refiero a mi derecho a circular libremente, reconocido por la Constitución Nacional y tan importante como cualquier otro, sino a derechos anteriores como el derecho a la vida, a la salud y a la educación. Pilares mínimos y fundamentales que cualquier Estado de derecho debe garantizar para seguir siéndolo en esencia, incluso cuando el propio presidente de la Nación es quien los vulnera.
Benjamin Franklin decía que “quien está dispuesto a ceder algunos grados de libertad para recibir algunos grados de seguridad, no merece ni la una ni la otra”. Las civilizaciones occidentales fueron evolucionando con el objetivo primordial de darle a cada ser humano el derecho de elegir cómo vivir. El sistema republicano estructuró obligaciones para que aquellos que tienen la responsabilidad de gobernar, juzgar o legislar, no crucen el límite y avasallen esa libertad y ese derecho. Si los poderosos desconocen sus obligaciones y se niegan a rendir cuentas, entonces sólo una cosa evitará que todas las personas crean que el sistema ha dejado de funcionar, y es tener claro, hoy más que nunca, cuáles son nuestros derechos y exigir, pacífica pero implacablemente, a aquellos que tienen en sus manos la obligación, delegada por el pueblo, de construir un camino distinto para nuestro país: uno mejor.
Senador nacional por la provincia de Buenos Aires (Pro-Juntos por el Cambio)