La patria chica y el refugio de los canallas
El siciliano Leonardo Sciascia –célebre autor de El caso Moro e implacable denunciante de la Cosa Nostra– levantó ampollas en la erizada piel de la opinión pública cuando a comienzos de 1987 escribió un artículo en el Corriere della Sera: allí defenestraba también a “los profesionales de la antimafia”, dirigentes y jueces que gozaban de ese estrellato y protagonizaban corruptelas y dudosos ascensos, y obtenían gracias a su rol blindajes políticos. Luego se revelaría que también periodistas, empresarios y curas industrializaban ese papel y perpetraban fechorías amparados en aquellos ropajes morales, que los volvían impermeables a las críticas y les proporcionaban impunidad. Este episodio es rescatado por Javier Cercas en la página 142 de su extraordinario libro No callar (Tusquets), principalmente para explicar cómo las buenas causas también engendran canallas. La dolorosa paradoja cruza distintas temáticas y resulta muy difícil de ser denunciada puntualmente, puesto que quienes se atreven a hacerlo suelen ser anatemizados de manera cruel y simplificadora, con el concurso de la mala fe de los culpables y de sus infaltables socios: los imbéciles de turno.
“Es una obligación denunciar a los canallas de las buenas causas, sobre todos para quienes creemos que son buenas”, advierte Cercas. Y a los argentinos todo esto nos resuena porque el kirchnerismo ha operado intensamente para cooptar a los líderes de los organismos de derechos humanos de vieja y nueva generación, y también a determinados referentes sociales: a muchos de ellos el poder los convirtió en militantes fanáticos, a algunos los rentó de manera directa o indirecta, y a otros les entregó sin pestañear negocios turbios. Hebe de Bonafini y los “sueños compartidos” con Sergio Shocklender, Milagro Sala y su siniestra organización, y el nefasto desarrollador inmobiliario y gerente de la pobreza, Emerenciano Sena, acusado ahora de un femicidio en Chaco, son algunos emblemas de esta malversación de las buenas causas; el colectivo feminista que vota a Cristina Kirchner y que a la hora de repudiar sin ambages estos envilecimientos reacciona con un primer silencio cómplice y luego con un vergonzoso paso de tortuga frente a la escalofriante desaparición de Cecilia Strzyzowski, no está tampoco desvinculado de este fenómeno perverso. Usufructuando el actual prestigio del feminismo real, tan necesario como ecuménico, administran sesgadamente las acusaciones, bajo la reconocida consigna de escandalizarse con enemigos y proteger a los “compañeros” o aliados, aunque estos manejen un feudo luctuoso o dirijan un país oscurantista donde se castiga a las mujeres, la diversidad sexual y la libertad de expresión. También las palabras presuntamente virtuosas sufren de apropiación indebida y de tergiversación: este grupo de choque, que llevaba un suntuoso nivel de vida y respondía al bolivariano Jorge Milton Capitanich, se autodenominaba Socialistas Unidos por el Chaco, manejaba grandes extensiones de tierra y fondos multimillonarios, practicaba un chavismo fernet y cantaba loas al Che Guevara. Una facción piquetera, derechosa y violenta, blanqueada por un halo “socialista” y con un guevarismo romantizado.
Esto no se arreglará en cuestión de meses, ni siquiera en uno o dos años: el daño es muy profundo
Javier Cercas se aboca además a un asunto que, sin quererlo, concierne a la candente actualidad argenta, puesto que mientras su libro de ensayos aterrizaba en nuestras librerías se daba a conocer el nuevo nombre de la escuadra electoral kirchnerista: Unión por la Patria. Aquí Cercas no puede evitar la famosa cita de Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio del canalla”. Puntualiza el español, no obstante, que el gran polígrafo inglés se refería solo a los falsos patriotas, pero necesita preguntarse si es posible todavía “limpiar de inmundicias la palabra ‘patria’, o es mejor arrojarla de una vez por todas al basurero”. En Buenos Aires y en Caracas el vocablo, como se ve, sigue en pleno auge. El mismísimo Wado de Pedro dijo el viernes en el primer acto de la vieja nueva escudería que “del otro lado están los que no tienen patria”. Cercas se sirve del penúltimo capítulo del Quijote para recordar cómo en esas páginas su fiel escudero vislumbra su villorrio, cae de rodillas y emocionado, exclama: “Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo”. Javier acota: “Eso es la patria para Cervantes: un lugar minúsculo, abarcable y deseable donde a uno le aguardan su familia, sus amigos y sus recuerdos; no se trata de una patria imponente, solemne, política y belicosa, sino de una patria pequeña, humilde y personal, casi sentimental”. Rompe así una lanza contra el nacionalismo y, acaso también sin pretenderlo, coincide con el sentimiento generalizado y secreto de una ciudadanía dolida y ensimismada que en la Argentina a veces no responde encuestas o que miente favoritismos para sacarse el asunto de encima, que no sabe y no contesta, que en ocasiones no acude a votar, que está indecisa o iracunda, y que según los estudios cualitativos realizados por Guillermo Oliveto lo único que pretende de la clase política es que “la deje en paz y que empiece a arreglar alguna cosa”. Que no persista en seguir arruinándole la vida. Ese castigado ciudadano vive, esencialmente, en lo que Cercas reivindica: la patria chica. Y será precisamente esta, y no aquella que humea en las trincheras ideológicas, la que decidirá el resultado de los comicios y el nuevo destino de la nación.
En sus indagaciones, Oliveto suele encontrar agotamiento y una permanente nostalgia por otros momentos de relativa “tranquilidad”. Al principio, surgía que esas pequeñas islas del pasado se ubicaban en el primer mandato de Kirchner, tras el trauma de aquel pavoroso crac; luego fue surgiendo también Menem, porque durante la convertibilidad no existía el flagelo de la inflación, y en los últimos meses, aparecen de manera espontánea los primeros dos años de Macri. Fuera del mundo politizado, la demanda es muy baja y la sensación de defraudación multipartidaria es muy grande. Y todo esto no solo es procesado como cólera o desencanto; también como prevención: yo los voté y ahora ya no quiero poner la cara por nadie más en los cumpleaños ni en los asados. En esos espacios comunes donde surgen los nombres en danza y las acaloradas discusiones de la grieta, pocos quieren comprometerse en voz alta con una figura, dado que existe plena lucidez de que este modelo tocó fondo, que para arreglar el asunto habrá que sufrir y que cualquier apuesta será usada en su contra cuando las secuelas lleguen. Estos argentinos vislumbran que vendrá un gobierno de transición porque esto no se arreglará en cuestión de meses, ni siquiera en uno o dos años: el daño es muy profundo. Desde 2001 que no existía una conciencia cabal acerca de que ninguna salida será rápida e indolora. Un gráfico elaborado por Poliarquía demuestra que, en el rubro “perspectivas positivas a futuro”, este es el peor primer trimestre de un año electoral desde el lejano 2003: el 72% de la gente intuye hoy que la próxima temporada será tan o más horrible que esta. Es por eso que muchos votantes se mantienen en silencio o en duda, aunque es probable que al calor de las campañas finalmente tomen una decisión de último momento, nunca por el mejor sino por el menos malo, y para acabar con la insoportable incertidumbre general. Por ahora las PASO parecen una antología de debilidades y fragmentaciones, y pueden no despejar el panorama, pero si uno entre todos los candidatos de las coaliciones mayoritarias diera un verdadero batacazo es posible pensar que el efecto emocional de ese impacto lo ayudaría a ser el próximo presidente. Que tendría entonces una adhesión electrizante porque vendría a llenar un vacío y que, por expectativas tan escasas, también contaría con más tolerancia de la que creemos. No mucho más se sabe, en verdad, de la “patria chica” que definirá tarde o temprano esta contienda, recortada sobre la larga hegemonía del “nacionalpopulismo”, como llama Cercas a quienes odian a la democracia, pero no embisten de frente contra ella: “Es mucho más eficaz defenderla en teoría y atacarla en la práctica, socavándola desde dentro –advierte–. Basta dar por hecha la democracia para ponerla en peligro”. Su voz lejana nos explica.