La pasión del fútbol
Si faltaba un elemento para confirmar el alcance de la pasión del fútbol, allí están los 15.000 hinchas que viajaron de la Argentina a Japón nada más que para alentar a River. Nada los detuvo, nadie los detendría. El fútbol es pura pasión, sin otro fundamento que el despliegue de su propia energía.
La pasión del fútbol, además, no admite exclusiones. Se puede vivar en todas las direcciones. No bien el hincha es admitido en ella, no excluye empero otras adhesiones al parecer contradictorias. En la religión del fútbol no hay excomuniones aunque, pese a eso, gobierne el apasionamiento. No hay cielo ni infierno, aunque a veces parece que los hubiera.
La pasión del fútbol se consume a sí misma, sin necesidad de premios o castigos externos. El gol o la victoria son premios en sí mismos. La derrota es un castigo que no necesita de otro infierno que la legitime. Las religiones necesitaron antaño energías suplementarias para ser validadas. El fútbol no requiere premios externos para alimentar su vigencia. Le basta con ser. El gol, la victoria, son premios suficientes para motivar a los luchadores en su empeño por vencer. No hace falta nada más.
¿Al fútbol le basta entonces con su propia pasión, con la pasión que él mismo genera, para tener vigencia? El fútbol, en otras palabras, ¿es inmanente? Se dice de una actividad que es "inmanente" si se premia a sí misma, es decir, si tiene en ella misma su propio premio; y se dice en cambio que es "trascendente" si su premio viene de arriba, de más allá.
Los premios y los castigos del fútbol, en este sentido, son inmanentes. Residen en el más acá. No trascienden el gol. Sin embargo, no por eso les falta pasión. Al contrario, sus pasiones son breves pero intensas. Esto ocurre tanto con la victoria como con la derrota y, de uno y otro lado, con el gol. El fútbol ha dividido las pasiones de los hinchas en expresiones tan mínimas como intensas, que pueden estirarse hasta alcanzar un campeonato o reducirse hasta llenar sólo una tarde, a veces inolvidable.
El hombre nunca ha dejado de librar torneos, de buscar premios, de gloriarse en la victoria o de abatirse en la derrota. A veces sus premios fueron simbólicos, y a veces también lo fueron sus derrotas. Cuando ganó, se sintió estimulado. Cuando perdió, buscó la revancha y así, en un devenir de cambiantes sensaciones, fue su andar incierto por el camino de la vida. Pareciera que el propósito principal del Creador fue que al hombre nunca no le faltaran motivaciones urgentes, valederas. Quizás el primer temor de Dios fue que el hombre se aburriera. Pero, como siempre respetó su libertad, también respetó su libertad de equivocarse, de pecar.
Aquí caemos en uno de los temas preferidos en la teología del cardenal Ratzinger, quien después sería papa. El tema se enuncia así : "Sufrimos por la paciencia de Dios". No es que Dios nos haga sufrir a propósito. Es que, siendo infinitamente paciente con los hombres, los esperará hasta el fin de los tiempos. Esta misma paciencia es una prueba para los impacientes, para los que querrían que el enigma de la historia se develara ya. Pero la impaciencia de los hombres, ¿no es a su vez el signo de una desconfianza en las intenciones de Dios?
El tema que sobresale aquí es de alguna manera insoluble, porque aspira a mezclar dos órdenes incompatibles: de un lado, nuestra propia perspectiva humana, y del otro, la perspectiva intemporal de la Creación. Sería como comparar el infinito con nuestra propia y minúscula dimensión. Cuando intentamos meter en una misma bolsa lo minúsculo de cada uno de nosotros con la inmensidad de la Creación, ¿no estamos cometiendo un tremendo error de perspectiva? "Seréis como dioses", les mintió el demonio a Adán y a Eva. A dos mil años de distancia, ¿seguiremos insistiendo en el mismo error?
¿Qué habría que admirar más entonces? ¿La paciencia de Dios o nuestra propia impaciencia? La paciencia de Dios es infinita. ¿Cómo calificar a nuestra impaciencia? ¿Es una insistencia irrazonable o, más allá, una pura y simple osadía?
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