La pasión del explorador sigue viva en el siglo XXI
Aunque parece no quedar rincón del planeta sin registrar, el fervor por el descubrimiento aparece en hazañas personales y retos científicos
Cuando era chico, John Allen Chau construía lanzas con palos. Soñaba con otros mundos y otras culturas, hasta que dejó de soñar. Devenido en un misionero empecinado en llevar la palabra de Jesús al último rincón de la Tierra, a fines de 2018 sobornó a un pescador para que lo acercara a la isla North Sentinel, al sudeste de la India. Era el hogar de una de las cien comunidades indígenas sin contactar que quedaban en el mundo. Su población de entre 50 y 150 habitantes llevaba sesenta mil años aislada. Contactarlos era ilegal: como no tenían anticuerpos, una gripe podría barrer a toda la tribu. A pesar de la sucesión de semáforos en rojo, Chau cargó un bolso con regalos -una pelota y una tijera- y completó el trayecto en canoa. Horas después, su cuerpo apareció de vuelta en la playa. Lo habían matado a flechazos.
"Es un ejemplo tardío de un fenómeno común en los viajes motivados por sentimientos religiosos: los encuentros misioneros terminaron mal muchas veces", dice Felix Driver, profesor de la Universidad de Londres e integrante de la Royal Geographical Society (RGS). "Con frecuencia, estas narraciones sirven para reforzar estereotipos, en vez de desafiarlos", lamenta. ¿Cómo desafiar, entonces, el estereotipo gastado que parecía representar ese hombre blanco llevando la verdad a extraños supuestamente ignorantes? Si, al mismo tiempo, el estadounidense expresaba un mandato moderno (conocer hasta el último rincón de la Tierra a cualquier costo), ¿cómo deberían actuar los exploradores actuales, cuando la corrección política y el respeto por la diferencia están al tope de la agenda?
Bajo el influjo de las sociedades geográficas impulsadas por el romanticismo, pero también por el ímpetu colonial, el siglo pasado selló el final de la era dorada de la exploración. El neozelandés Edmund Hillary y el sherpa nepalí Tenzing Norgay conquistaron el Everest en 1953. El suizo Jacques Piccard alcanzó el punto más bajo de la superficie terrestre, los 11.000 metros de la Fosa de las Marianas, en 1960. El inglés Wally Herbert se convirtió en el primer hombre en caminar hasta el Polo Norte en 1969. El estadounidense Robert Ballard encontró el Titanic en 1985. ¿Qué queda por descubrir?
Hoy todo parece al alcance de un zoom de Google Maps, nacido hace quince años para mapear el mundo entero. "Ayuda a más de mil millones de personas a navegar y explorar en todo el mundo", asegura Matías Fuentes, gerente de Comunicaciones de Producto para Latinoamérica. "Ya mapeamos más de 220 países y territorios, incorporamos 93 millones de kilómetros cuadrados de imágenes satelitales con Google Earth y 16 millones de kilómetros a través de Street View". Ahí donde no llegan los autos con tecnología de captura 3D, los trekkers de Google navegan por las góndolas de los canales de Venecia, montan dromedarios en el desierto árabe y mulas en el cruce de los Andes. La actualización del mapa en 24 mil ciudades y pueblos se complementa con algoritmos, tecnologías de aprendizaje automático y realidad aumentada. Con más del 90% del territorio argentino mapeado, desde 2017 se sumaron nueve asentamientos en la ciudad y la provincia de Buenos Aires.
Terra incognita
Pero el mapa, decía el periodista y escritor Aníbal Ford, no es el territorio. Todavía hay zonas del planeta donde el homo sapiens no hizo pie. Nadie alcanzó la cima del Gangkhar Puensum, el monte de 7.570 metros entre el Tíbet y Bután. Gran parte de la península de Kamchatka, en el Lejano Este ruso, es una sucesión de volcanes y praderas onduladas que sigue virgen. El sur del desierto de Namibia, uno de los más viejos y secos del planeta, casi no fue explorado. La cuenca del Congo tiene más de 200 millones de hectáreas ausentes de las guías turísticas.
Aunque aventureros e intelectuales recuerden la era dorada con melancolía, otros decidieron trasladar los valores del riesgo y la aventura a las profundidades del planeta o al espacio exterior. El Vostok yace en el interior de la Antártida Oriental bajo cuatro kilómetros de hielo. Descubierto en 1994, es el sexto lago más grande del planeta. Con implicancias para la búsqueda de vida extraterrestre (podría tener rasgos similares a los del océano cubierto de hielo de la luna Europa de Júpiter), algunos científicos creen que lleva ahí 25 millones de años. En 2013, una serie de perforaciones recuperaron secuencias de ADN de 3.500 especies distintas. Porotra parte, en Vietnam la cueva de Son Doong tiene corrientes de aguas subterráneas que -se sospecha- también revelarán especies desconocidas. Y con 55 mil kilómetros cuadrados, Devon (en el Ártico canadiense) es la isla deshabitada más grande de la Tierra, un desierto con condiciones tan extremas que la NASA aprovecha para probar allí los trajes que se usarán en Marte. Antes del salto a la próxima frontera, hay que terminar de conocer las propias.
Hoy las sociedades geográficas son instituciones tamizadas por el multiculturalismo y la defensa del medio ambiente. La RGS "ya no apoya el trabajo de campo científico en la forma que se hacía antes", aclara Driver, que estudió los diarios de marineros británicos y franceses del siglo XIX, cuando "el barco era una máquina puesta al servicio de instituciones poderosas, como compañías de comercio y Estados". El foco actual está en la investigación con socios locales para proyectos sobre cambio climático, desarrollo sostenible o patrimonio cultural. "Cualquier aproximación distinta a los desafíos globales no tiene futuro", advierte.
Otras inquisiciones
La exploración, por otra parte, no solo implica descubrir nuevas tierras. "Siempre se trató de conocernos a nosotros mismos", recuerda Driver. "Los exploradores solían burlarse de los ?sabios de sillón', ¡pero muchas exploraciones se hicieron desde ahí! A veces las dos figuras coinciden en una sola persona, y entonces tenemos a un Alexander von Humboldt", dice sobre el geógrafo, astrónomo y naturalista prusiano que recorrió el mundo entre los siglos XVIII y XIX.
Lejos del sillón, Pablo García se volvió un experto en autoconocimiento. En 1999 abandonó un trabajo lucrativo como guía de turismo en Maceió para planear su vuelta al mundo en bicicleta. Dos años después dejó Buenos Aires con pasaje de ida. Los padres lo despidieron como si se fuera a la guerra. No sabían por cuánto tiempo viajaría. No había certeza de su regreso. Cuando conseguía una computadora con Messenger, les advertía que no se preocuparan si quedaba un mes incomunicado: Internet era un lujo extraño. "Con el tiempo esa incertidumbre fue disminuyendo; hoy encontrás conexión, como mucho, en tres días", explica. Pero nunca dejó de descubrir.
En junio de 2002, cuando visitó Gurúè, al norte de Mozambique, preguntó por los pigmeos. "Me mandaron a cualquier lado: subí ocho horas y con 60 kilos de carga el monte Namuli, que quería decir ?donde no llega el hombre blanco'. Los nenes que me veían por el camino se ponían a llorar", recuerda. En lugar de pigmeos encontró la aldea de Mucunha, donde 300 chicos estudiaban en una escuela de barro y paja. Había tal escasez que tenían que borrar los cuadernos para volver a escribirlos. "Es inevitable que después pienses ?qué afortunado que he sido'", confiesa Pablo, que se acostumbró a que le preguntaran por qué en algunos lugares del mundo se comía tres veces por día, cuando en África se comía una. Pasó mucho tiempo preguntándose por qué había quedado del lado de los afortunados, hasta que un monje budista le habló del karma.
Virales y emotivos, los videos de su web Pedaleando el Globo lo muestran barbudo y afeitado, solo y acompañado, bajo soles inclementes y lluvias apocalípticas. Cruza el Sahara, soporta el viento en contra de Australia y sube el Altiplano con 15 grados bajo cero. En octubre de 2017 llegó al Obelisco, después de 167 mil kilómetros por 106 países. Hoy organiza viajes de cicloturismo por la Patagonia, escribe un libro y proyecta un futuro de orador motivacional. "Aunque ya se descubrió todo, todavía me siento un explorador", confiesa. Driver no podría estar más de acuerdo: en el siglo XXI la exploración es un patrimonio colectivo. "Se trata de ayudar a las personas a alcanzar su potencial, especialmente los talentos que aún no saben que tienen", plantea. "Involucrarse en todo tipo de exploraciones es una de las formas de hacerlo, y así seguirá siéndolo mientras haya cosas nuevas que aprender.