La parodia presidencial de Donald Trump desafía la política
Las peligrosas extravagancias del magnate ponen en cuestión las bases mismas del sistema que lo llevó a la cima del poder
Mark Twain decía que la verdad es más extraña que la ficción, porque la ficción se ve obligada a atenerse a las posibilidades, mientras que la verdad no. Es la frase que viene a la mente al repasar los primeros seis meses de la presidencia de Donald Trump , una sumatoria de declaraciones falsas, tuits impulsivos, comentarios desorbitados, expresiones políticamente incorrectas y muchos otros eventos que bordean lo inverosímil o que se sumergen de lleno en ese concepto. El modo de ser de Trump ha exigido, para muchos analistas, desempolvar el diccionario de sinónimos. La riqueza de la lengua inglesa para adjetivar al personaje es grande, pero no infinita. Y se nota, por los términos cada vez más infrecuentes que se usan para calificar sus actitudes, que está quedando exhausta. Es que Trump se ha convertido, a esta altura, en un agujero negro de la adjetivación.
Uno va observando la desesperación de publicaciones tradicionales de los Estados Unidos a las que les cuesta ya expresarse ante las transgresiones permanentes de su presidente. Se nota el ciclópeo esfuerzo por encontrar maneras diferentes de decir una y otra vez lo elemental. Hay que decir la verdad. Hay que basarse en la evidencia. Hay que ser respetuoso y educado. No hay que burlarse de los demás. Es como si un niño, antes de aprender lo básico que habitualmente se le enseña, hubiera accedido a la presidencia. El Times, que tiene meticulosamente contabilizadas en un calendario las mentiras que ha dicho Trump desde que asumió -conjunto que conforma a la vista una constelación impactante- ha señalado que los días en que Trump no dice una mentira normalmente está descansando en su resort o jugando al golf.
A ello hay que agregar un desparpajo asombroso. Es como si le faltara la glándula invisible que limita el propio comportamiento a algo aceptable para los demás. El comentario que destinó a la primera dama de Francia ("Estás en muy buena forma", para luego agregar "preciosa" dirigiéndose a su mujer) fue una transparencia de la sorpresa ante su cuerpo. Básicamente le estaba diciendo que le había resultado atractiva a pesar de ser mayor. Como en este caso, varias de sus palabras y acciones irradian incorrecciones de más de una arista, porque tiene talento para resultar múltiplemente inapropiado. En tren de trazar hipótesis surrealistas, a la altura del personaje, puede que, como en la ley de Arquímedes, un ego que se va hipertrofiando vaya ocupando todo el lugar y desaloje de la psique al superyó, elemento que para Freud tenía la función de conciencia moral y de freno inhibitorio.
Además de su superyó, tampoco se ha privado Trump de empujar al primer ministro de Montenegro para ponerse adelante, junto a los líderes de la OTAN, a la que había previamente declarado "obsoleta". Su comportamiento exótico ha llegado también a los apretones de manos, que se han convertido en un problema para sus interlocutores. Por 25 segundos no soltó la mano de Macron, torció la muñeca del primer ministro Abe e ignoró el pedido de Merkel de darse la mano. Varios de los conceptos que emite resultan también extravagantes. Para quien no lo haya visto, es recomendable buscar el video en el cual el astronauta de la Apolo 11, Buzz Aldrin, sigue los comentarios extraviados de Trump en un evento en el que se restablece el Consejo Nacional del Espacio. Las expresiones en su rostro, ante lo que escucha, son hilarantes. Ni pisar la Luna puede haberle producido mayor asombro.
Pero estos desvaríos e insensibilidades de una personalidad inadecuada para el cargo, a medida que se amplifican hacia sitios en los que hay algo importante en juego, se tornan peligrosas, porque el impacto pasa a ser de otro grado. Es así como Trump se retiró del compromiso de París por el cambio climático, sin la menor consideración hacia la catástrofe ecológica que se cierne sobre el planeta. En la misma línea, se mostró dispuesto a revivir la carrera armamentista nuclear, declaró a los medios de comunicación enemigos del pueblo americano y declaró el sistema judicial como una amenaza a la seguridad nacional. Todo indica que podría haber colaborado con los rusos para afectar el resultado de las elecciones presidenciales. Falta aún la prueba de lo que es capaz cuando lo que esté en juego sea definitivamente grave. ¿Cómo reaccionará este hombre capaz de mantener una reunión de estrategia nuclear en el comedor de su resort de Florida, frente a otros comensales, ante una crisis seria con Corea del Norte? ¿O ante un conflicto con Rusia? Pareciera que el elefante no tropezó aún con las piezas más delicadas del bazar.
Ahora bien, ninguna de las críticas que recibe parece hacer mella en el destinatario. Es que el ritual de la denuncia es eficaz cuando hay algo que se oculta. Pero queda inerme cuando no hay voluntad de esconder. Si alguna ventaja tiene la obscenidad es que no puede ser acusada, porque conlleva su propia acusación al exhibirse. Así, Trump es impermeable a los comentarios políticamente correctos, a las críticas del establishment y a los escándalos que despierta. No se le agrega nada a Trump cuando se le señala aquello en lo que falla, sino que se lo confirma, porque su orgullo proviene de comenzar del otro lado de lo correcto. Y es posible que la atracción de sus votantes haya provenido del mismo sitio.
Es notable la ineficacia de los antídotos clásicos, como la crítica racional, los hechos comprobables o la evidencia para contrarrestar este fenómeno de simulación. La mera evidencia ha perdido el carácter corrector de la realidad, y el misterio radica en el apoyo que mantiene a pesar de que lo que se ve. Nosotros hemos vivido algo similar, cuando invocar la verdad carecía de fuerza para impedir que cualquier interpretación cínica, disparatada o falsa obtuviera crédito social. También nosotros hemos tenido una farsa que, repitiéndose a sí misma, se convirtió en historia. Y que conserva un 30% de los votos. Ocurre que ya no son los hechos los que marcan el paso en la política, sino las percepciones.
Roland Barthes advertía que no puede juzgarse con los parámetros del boxeo un espectáculo del catch. Tampoco puede juzgarse con los parámetros de la política tradicional la parodia presidencial de Trump. Hasta tal punto se confiesa Trump como un luchador del catch que en unos de sus tuits recientes demuele a otro luchador que tiene la cabeza de la CNN. Trump golpea una y otra vez un sistema político en el que mucha gente ha perdido la fe. Ha creado un rosario de villanos fáciles, estereotipos raciales y medios de comunicación a quienes puso en el ring. No es concebible su actividad sin un enemigo que personifique el mal, sin un ánimo de revancha de los espectadores y sin un aplauso final para la farsa.
Con todo ello, Trump va alimentando una atmósfera en la cual la realidad se torna crecientemente irrelevante. Sin embargo, cabe la sospecha inversa: que la mera posibilidad de que una persona de su estilo acceda a la presidencia sólo pueda ocurrir en un contexto en el que previamente la realidad ha perdido relevancia. En la misma línea, uno puede preguntarse: ¿es Trump un accidente de la historia o un síntoma de que ella misma está descarrilando? ¿Es un mutante político o es el representante de una mutación más amplia de la política? ¿Es Trump un demoledor de la verdad o apenas un ocupante de su espacio vacío? Porque tal vez sea necesaria una metástasis de la verdad antes de que el discurso de la simulación pueda entronizarse. Habrá que dejar correr agua bajo el puente para poder contestar estas preguntas, que son, en el fondo, las que el propio Trump ha lanzado a sus espectadores.