La paradoja de la sobreprotección de los niños y la falta de regulación de las redes sociales
Crecí, como tantos otros que ahora leen mis palabras, en un mundo donde los padres tenían escaso control de nuestros movimientos. Aprendí solo a andar en bicicleta sin rueditas ni casco y comencé a usar el transporte público como herramienta de autonomía durante la preadolescencia. Ante un acoso, resolver la situación dependía de mí. Afrontaba las amonestaciones con resignación, y cuando el rendimiento académico no era suficiente, repetir de año era el desenlace. No se trataba de algo fácil de aceptar, pero era parte de las reglas del juego. Compartía con los amigos del barrio, del colegio o del club un mundo pequeño, con pocas opciones, pero poblado de experiencias que moldeaban el cuerpo y la mente.
Hoy observo a niños y adolescentes que crecen en un entorno muy distinto. Aprenden a usar un celular antes de aprender a hablar y suelen estar rodeados de un escudo protector cada vez más reforzado. Los padres buscamos acompañarlos en cada paso; muchas veces preferimos llevarlos a sus actividades antes que dejarlos recorrer solos el camino.
Desde el punto de vista físico son generaciones más resguardadas de lo que estuvimos nosotros, pero es una protección que muy pocas veces alcanza el vasto y complejo mundo de las redes sociales: los niños, y los no tan niños, quedan muy expuestos y afectados tanto mental como emocionalmente. Este impacto es tan grave y profundo que muchos analistas reclaman la urgencia de mejores estudios que analicen, por ejemplo, posibles vinculaciones entre impacto de redes sociales y el sostenido crecimiento de la tasa de suicidio que es, hoy, la segunda causa de muerte entre niños y adolescentes entre 10 y 19 años en la Argentina, según Unicef.
En países como Australia, ya se ha legislado para prohibir el acceso a las redes sociales a menores de 16 años. España debate una propuesta similar que busca elevar la edad mínima de 14 a 16 años para abrir una cuenta. China ha impuesto un límite de 40 minutos diarios en TikTok para menores de 14. Puerto Rico, por su parte, estableció que la edad mínima para abrir una cuenta en redes es de 18 años, al igual que el estado norteamericano de Texas, donde se implementó la Ley SCOPE, una normativa que exige a las plataformas no sólo impedir el acceso de menores de 18 años a algún contenido perjudicial, sino que también intenta desarrollar herramientas para que los padres supervisen el acceso de sus hijos a las redes.
¿Es posible que la industria de las redes sociales recorra un camino similar al de la tabacalera? Décadas atrás, fumar era visto como un símbolo de éxito y estatus. Con el tiempo, cuando se conocieron los efectos nocivos para la salud, se propusieron restricciones que transformaron la percepción pública de los daños del tabaco sobre el cuerpo humano. Aunque las redes sociales y el tabaco son productos diferentes, no es descabellado imaginar un futuro donde el impacto negativo de las plataformas provoque controles más severos y un cambio cultural significativo.
La regulación del acceso a redes por parte de niños y adolescentes se fundamenta en dos razones principales. Por un lado, abundan los estudios que vinculan su uso con un incremento en patologías mentales como ansiedad y depresión. Por otro, la neurociencia demuestra que la corteza frontal del cerebro, encargada de la toma de decisiones, no se desarrolla por completo hasta al menos los 20 años, e incluso algunos estudios extienden este proceso hasta los 25. Se trata de un período de inmadurez cerebral durante el cual los jóvenes están más propensos a conductas impulsivas, les cuesta autorregularse y tomar decisiones acertadas. Tienen actitudes que impactan en el desarrollo a largo plazo.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), uno de cada siete niños/adolescentes entre 10 y 19 años padece algún trastorno mental. El uso frecuente de redes sociales incrementa el cotidianamente llamado síndrome del FOMO (Fear of Missing Out, miedo a perderse algo) genera insatisfacción y menor confianza en sí mismo. Las niñas, por ejemplo, sienten semejante presión por cumplir con estándares físicos irreales, que terminan con graves problemas de autoestima. Así como compararse con pares que exhiben vidas perfectas en redes les genera frustración y conflictos en el ámbito familiar.
Buscamos proteger a nuestros hijos de caídas, fracasos y errores, creyendo que blindarlos es la forma más efectiva de garantizarles un futuro mejor. Jonathan Haidt, en su libro La generación ansiosa, plantea que, mientras los sobreprotegemos frente a ciertas adversidades, omitimos riesgos más profundos. En otras palabras, mientras ponemos atención en los peligros visibles, descuidamos una realidad digital que los consume a diario. Las redes sociales no solo capturan su atención, también influyen en sus decisiones y emociones; moldean su percepción del mundo y de sí mismos.
El desafío no se limita a implementar regulaciones. Necesitamos un replanteo profundo sobre cómo acompañar a las nuevas generaciones. Enseñarles a enfrentar los tropiezos, las desilusiones y los aprendizajes que vienen con la vida real es tan importante como resguardarlos de un entorno virtual que, lejos de ser inofensivo, los manipula y los expone en los momentos más vulnerables durante su desarrollo.
Vicepresidente primero de Academia Nacional de Educación (ANE), presidente y rector honorario de UADE