La pandura (sobre “imbéciles” y “miserables”)
“Pandura”: “mala suerte”, así define el diccionario ese raro término, que parece que viene de los salvadoreños; vaya esto para los malpensados que supusieron apresuradamente que se trataba de una contracción de “pandemia” y “dictadura”.
Pero la suerte –buena o mala– no es algo que cae sobre todo el mundo, como la pandemia, sino sólo sobre una persona o sobre varias, o hasta puede ser sobre un país, como la Argentina, donde “todo sale invariablemente mal”, como dice Asís; no el santo, sino Jorge, que no sabemos si es santo, porque eso se llega a conocer mucho después de que uno deja este mundo. Y debe tener algo de razón, porque igual que en aquellos libros de Mario Vargas Llosa y de Gabriel García Márquez sobre dictaduras caribeñas, todo va barranca abajo una vez más, tal como imaginábamos, pero nos gusta llegar hasta el fondo. Eso porque siempre creemos que el fondo nos va a salvar, pero hay que tener cuidado, porque según de quién se trate, la caída en el fondo puede ser una traición a la patria, que ahora tiene un instituto y todo.
Y si hubiéramos sabido que ese “todo” era para esto, hace años que a muchos de tal instituto les hubiéramos concedido una excelente pensión graciable, vitalicia y hereditaria, y hubiésemos ahorrado mucha sangre, sudor y lágrimas. Y además plata, porque como no tenían la pensión vitalicia, juntaron ahorros hasta para los tataranietos y que la Patria se los demande, no la del instituto, sino la de todos, que pronto no va a poder demandar, porque para eso están proyectando una reforma de la justicia y así volverán a decir “¡vamos por todo!”; que de eso se trataba.
Afortunadamente, hoy no juran por Dios y por la Patria sino por ellos mismos o por el inventor de la máquina de hacer billetes, que no es la máquina con la que se había quedado Amado, aunque también, pero más grande. Otra vez hay que aclarar: el Amado de acá –que ese sí que no es santo y tampoco muy amado– y no Amado Nervo, el poeta mexicano, el que escribió que uno es el arquitecto de su propio destino, que debe tener también razón, aunque aquí –haya o no un arquitecto– las obras quedaron paralizadas, como todo.
Ahora a encerrarse de nuevo y el que no lo haga es un imbécil profundo, salvo Lázaro, que emergió del encierro y de las profundidades, no precisamente por un milagro, sino porque aquello de que “en la Argentina todo sale invariablemente mal” cuenta únicamente para el pueblo, pero no para los amigos.
Para el pueblo, ni vacunas. Nada; ni compradas ni regaladas; ni siquiera el privilegio que nos daba Pfizer por habernos prestado a sus ensayos. Nos prestamos y ya está. Total, los que pusieron el brazo ya están vacunados. Ahora a esperar que las provea todas Rusia, cuando pueda. Y hasta Cuba que, como nación caribeña, conoce el estilo de hacer negocios de los gobiernos argentinos.
Mientras tanto, quedarse en casa hasta que pase el tiempo de las elecciones; no se sabe cuándo, porque no hay plazos sino objetivos, y las urnas están bien guardadas. Nada de manifestarse en Plaza de Mayo, que es un sueño compartido. Al fin y al cabo, ya vieron que las jubilaciones quedaron congeladas seis meses y no voló ni una tiza contra el pizarrón. Y eso que las tizas ahora no las controla ni Baradel.
De cualquier modo, esperemos que nadie crea que alguien está aprovechando la pandemia para ensayar algunos gestitos de una dictadura. Se trata únicamente de una cuestión de obediencia debida. ¿Quién habló de miserables? Es sólo mala suerte: “¡pandura!”.