La palabra: del dolor a la reconstrucción
Dolor y sufrimiento parecen palabras equivalentes, pero no lo son. En cada una hay una distinta visión y también una distinta sintaxis. Se sufre una enfermedad; nos duele una pierna; no se sufre una pierna ni nos duele una enfermedad.
En latín doleo significa tallar, labrar la madera con golpes repetidos. El sentido original era recibir golpes, ser golpeado. Las lenguas indoeuropeas vinculan el dolor con el mordisco, el golpe, la tortura, la opresión, el trabajo. Si la escuchamos, la lengua nos dice aquí que sentimos el dolor como una amenaza o ataque externo de un enemigo anónimo y hostil. Alguien refugiado en la sombra nos golpea: por muy primitivo que parezca este sentimiento, está arraigado en el inconsciente colectivo, y uno de los propósitos de la entrevista médica es enfrentar estas fantasías que a menudo agravan la dolencia.
La palabra dolor está más cerca de lo físico, de lo puntual. Esa "D" con que empieza es también la de la palabra diente. Y los dientes trituran, mastican, dividen, dañan, parten en dos. "Con el número dos nace la pena", decía Leopoldo Marechal. Cuando nos duele intensamente algo, nuestro ser se divide: de un lado, nuestra conciencia, y enfrente, ese punto doloroso que concentra nuestra atención. Ese tironeo ente nuestra conciencia y el dolor provoca una alienación que nos vuelve dependientes y miserables.
La palabra sufrimiento es distinta. Viene del latín sub-ferre. Ferre quiere decir llevar, pero sub-ferre significa "llevar desde abajo": sostener, acarrear una carga, aguantar. Mientras la palabra dolor focaliza una parte de nuestro cuerpo, la que nos duele y nos desarticula, la palabra sufrimiento indica la actitud con que una persona soporta ese dolor, y aun camina con él. Quien sufre se ve obligado a alzar el dolor en sus brazos como si fuera un niño, y convocar toda su energía para seguir de pie, llevándolo. Es la posibilidad vital y moral de integrar el dolor a nuestra vida sin dejarse enajenar del todo por él.
Lo que está herido no es sólo el tejido o el órgano, sino la persona misma en su identidad, en su integridad. Y es allí que debe dirigirse la atención, porque de este modo es la vulnerabilidad del enfermo la que se va reparando, y no el síntoma. Si lo vulnerable de la persona no ha sido atendido en primer lugar, el síntoma reaparecerá en otras variantes.
En Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë, la protagonista dice: "Tú no eres tus heridas". Es una frase medicinal. Apunta a convocar una identidad que vaya más allá del dolor que se experimenta, y reconstruye la fortaleza del doliente renovándola. Es una frase que libera el pasaje del dolor al sufrimiento, y muestra el lugar donde el sufrimiento va desembocando en una nueva energía.
El poder distinguir entre las dos palabras, separando lo que es sensación de lo que es actitud, nos permite sospechar que el diálogo con el enfermo puede encaminarse tanto al dolor como al sufrimiento. Todo dolor influye en la imagen que el paciente tiene de sí mismo, ante su círculo íntimo y su sociedad. Se trata de ayudarlo a transformar y reintegrar esa imagen, es decir, enfrentar su dolor y tratar de calmarlo, pero también se trata de ayudarlo a sufrir en los términos explicados.
¿Cómo puede implementarse este cambio de actitud en los escasos minutos de la entrevista médica? Acaso mi propia experiencia puede ser relevante aquí. Cierta vez hube de operarme de la vesícula, y como es común y necesario en estos casos, un médico -desconocido para mí- me expuso al cuestionario acostumbrado: edad, operaciones, enfermedades anteriores; nada más rutinario y pedestre. Además, me acompañaba, como es obligatorio, una persona, en este caso una amiga mía. Es decir, no había tiempo, ni privacidad ni confidencialidad ni nada personal en ese trámite. Pero fue extraordinario el tacto, la velocidad y la sutileza con que el médico se las ingenió para intercalar un par de preguntas y observaciones suplementarias al recorrer el cuestionario. Comprendí enseguida que a este médico no le interesaba tanto mi vesícula como yo misma, y que había descubierto, con notable intuición, a manera de relámpago, cuáles eran mis rasgos personales vulnerables. De hecho, la vesícula se arregló, pero yo entendí que lo más importante había sido el fugacísimo contacto verbal con este médico, y su sabia advertencia -tácita- acerca de cuáles de mis zonas y actitudes vitales merecían más atención.
Éste es el poder que la palabra -y solo la palabra- confiere a la entrevista médica, un poder terapéutico que va mucho más allá de las dolencias físicas que podemos superar. De Platón a John Berger, a través de los siglos, quienes más y mejor han reflexionado sobre la escena médica han subrayado el carácter crucial de la palabra y la necesidad de restaurar la integridad y la autoestima del enfermo en el contacto verbal con él. Mi entrevista, que otorgó sentido a mi sufrimiento, apuntando a un espacio de transformación personal, corroboró la sabiduría de esta visión milenaria.
La autora escribió A la escucha del cuerpo. Puentes entre la salud y las palabras, ahora reeditado por Libros del Zorzal