La palabra envenenada
Blanco como la leche, de gestos aniñados y una transpiración que suele empañar su rostro al margen de la temperatura ambiente, el joven asesor se mueve por los despachos de la Casa Rosada con la impudicia propia de aquellos para quienes la historia es apenas una asignatura escolar, acartonada y ajena. Para él, ninguna tradición es sagrada porque su vida es presente continuo. Nativo digital, internauta calificado y voraz, sus dedos emiten sentencias que se esparcen por las redes sociales como si fueran disparos de uno de esos jueguitos que hicieron furor en los años 90. Como en aquellas batallas de luces fulminantes, el influencer voltea enemigos y acumula puntos. Nunca se detiene. De esta forma suma adherentes y también detractores. Finalmente, lo único que cuenta en la modernidad líquida.
Fue en el vaporoso mundo virtual donde el asesor constituyó su domicilio real y también su base operativa. Un mundo, digámoslo al pasar, muy excitante y también rentable: además de fama, puede proporcionar legítimas ganancias, aceitados contactos en el poder y, desde hace algunos años, se trata de un servicio muy requerido por la llamada “nueva política”. Podría afirmarse que el mileísmo es, en principio, un fenómeno de alto impacto tecnológico, una construcción etérea basada en consignas y clichés irrigados por X, Instagram y TikTok. Si el medio es el mensaje, como señalaba el anacrónico Marshall McLuhan, los libertarios son, ante todo, navegantes de internet. Munidos de un ramillete de presuntas verdades, solo los alienta el resultado de sus acciones instantáneas. Y eso se mide en visualizaciones, likes y seguidores. La semiótica les resulta una materia ajena: los vocablos son para ellos solo un recurso destinado a golpear en las emociones para luego evanescerse. Si el candidato Javier Milei llama “representante del maligno” al Papa, el presidente Milei puede resolverlo –en tanto le resulte conveniente– con una oportuna retractación. Posteo mata posteo. Si hubiera que dar un consejo a la gente sensible, demasiado afecta a los significados, sería: “No los tome literalmente, se hablan encima”.
El tema es que la lengua, tal como la supimos emplear hasta hace muy poco, representaba para nosotros mucho más que un instrumento de comunicación. Históricamente, le pusimos valor porque sustentaba nuestra convivencia. La ley era palabra, el amor se expresaba en palabras, las instituciones de la democracia se sostenían en palabras. Incluso, apenas unas décadas atrás, la gente se batía a duelo por cuestiones de palabra. Decir cualquier cosa –y mucho más, dejarla por escrito– podía costar caro. Sin ir más lejos, el 3 de noviembre de 1968, el almirante Benigno Varela, que había integrado, un par de años antes, la cúpula golpista del general Juan Carlos Onganía, ofendido porque un periódico local lo había tratado de traidor, retó a duelo al periodista Yoliván Barbieri, responsable de la publicación, radicada en el partido de Lanús. A pesar de lo anacrónico y hasta ridículo del desafío, el duelo finalmente se concretó. Fue durante un amanecer, en una quinta de Monte Chingolo y a punta de espada. La cosa no pasó a mayores porque, finalmente, el árbitro declaró la paridad de la disputa, luego de que ambos espadachines sufrieran múltiples heridas punzantes. Resultó una especie de “empate” y la dignidad de Varela zafó por puntos. Los principales medios del mundo cubrieron el insólito evento a través de enviados especiales. El duelo era ya por entonces una rareza. Sorprendía a la opinión pública internacional el procedimiento elegido, aunque no las causas de la disputa: decirle traidor a alguien no era, como en la actualidad, un tema baladí. La gente se lo tomaba muy en serio.
Mucho más acá en el tiempo, durante los 90, empresas periodísticas argentinas contaban con abogados part time que leían las notas de sus redactores antes de ser publicadas, para no incurrir en los delitos de calumnia o injuria, que podían ser reprimidos con penas de uno a tres años de prisión y cuantiosas indemnizaciones. Fue solo en 2009, durante el kirchnerismo, cuando el Senado eliminó por unanimidad esos delitos, medida muy celebrada por las organizaciones profesionales de la prensa y defensoras de los derechos humanos. Desde entonces –salvo en la Jujuy de Gerardo Morales–, las ofensas al buen nombre y honor no se pagan con cárcel, aunque sí puede llevarse al injuriante o calumniador ante sede civil para que lo haga mediante compensación pecuniaria.
De modo que este revoleo de adjetivos al que estamos asistiendo no es tan antiguo. Lo que hasta ayer representaba una tensión entre la mayor libertad posible versus la protección de la dignidad de las personas desbarrancó por completo en la era digital.
Sin embargo, ya en marzo de 1981, Julio Cortázar, durante un discurso brindado en París, hacía una dura advertencia por el paulatino desgaste de los vocablos. “Si algo sabemos los escritores –decía– es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados”.
El autor de Rayuela se pregunta luego: “¿Con qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente en la historia como ente social, y de ahondar como individuo en el contacto con sus semejantes. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seríamos, como el resto de los animales, mera perpetuación y mera sexualidad. El habla nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos”.
La lengua afilada, aunque poco creativa –sesgo de estos tiempos urgentes–, ha desembarcado, también de manera brutal, en el poder. Otra novedad. Tuvo sus primeras manifestaciones en la incontinencia verbal de los muchachos de La Cámpora (que, además, tenían un enorme poder y manejaban suculentos recursos del Estado), cuando gritaban, con festiva simplificación, “paredón, paredón” o “Macri, basura, vos sos la dictadura”, mientras degustaban suculentos asados en las instalaciones de la ex-ESMA –sitio declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, pese a la advertencia que hizo un grupo de ciudadanos argentinos, precisamente por la profanación del lugar por parte de la militancia K–, y ahora se encarama en esta contraola libertaria.
Aunque la degradación conceptual, como señalamos, no es un fenómeno totalmente nuevo –en todas las épocas acompañó la rebelión de las masas, sobre todo juveniles–, sí lo es este tsunami que aniquila el sentido de las palabras y se difumina como el fuego por la autopista digital y no reconoce límites siquiera en la palabra oficial. Lo sabe muy bien nuestro asesor de rasgos infantiles, que suele disparar sus rayos centelleantes desde un despacho cercano al del jefe del Estado, mientras reposa su cansada estructura sobre una mesa que permanece allí, probablemente desde la presidencia de Nicolás Avellaneda.
Qué más da. Todo pasa.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino