La otra vida de las cartas
Llegó por debajo de la puerta y alguien lo puso en mi escritorio. Era un sobre blanco, común, ni una palabra tenía en el frente, solo un rectángulo negro que simulaba ser la estampilla. Al dorso, sin remitente, una etiqueta adhesiva del correo Andreani ponía mi nombre y dirección junto al código de barras y la leyenda “domicilio estándar”. Qué extraño, será una publicidad, pensé, mientras lo abría sin ninguna expectativa. Pero el doblez en cuatro de varias hojas de papel, liviano, traslúcido, bien recomendable para un despacho “vía aérea”, me cambió la perspectiva.
“El idiota” entró en mi casa silencioso. En el relato, el escritor y director de cine Martín Rejman cuenta una historia que paradójicamente comienza con un audio de WhatsApp. Arranca una tal Marta: “Haciendo orden en el estudio, aparecieron un montón de cartas que vos me mandaste cuando estabas afuera –dice-. Eran muy divertidas. A lo mejor querés que te mande una copia. Capaz querés tenerlas. O no. Vos dirás”. Lo que sigue –se lee de un tirón– es el reencuentro del narrador con las palabras de su puño y letra, mensajes un poco “pavotes” enviados a esa mujer en otro tiempo y espacio, que le generan arrepentimiento. Y al mismo tiempo que cuenta el cuento empiezo a comprender, en cierto modo, la experiencia en la que estoy metida. Continúo leyendo: “Meses más tarde recibo un ofrecimiento para escribir un texto para un proyecto financiado por un correo privado que se va a mandar a todo su mailing como las antiguas cartas”.
Con las horas, los días, también mi escritorio se empieza a llenar de sobres que rescato de unas cajas con recuerdos guardada en el armario. Los hay de diferente color, peso y tamaño, datados en distintas décadas, desde los 80 hasta hace no tanto. Naturalmente, la relectura, las emociones –nostalgia, llanto, risa, añoranza– me invitan a pensar qué habrá sido de las otras cartas, las que uno ha enviado, y a imaginar el viaje de vuelta a las propias manos de aquella vieja correspondencia. ¡Qué vergüenza! Tendría trece años cuando le escribía en aparente estado de enamoramiento a un chico rubio que se había ido a vivir a Colombia. Más o menos para esa época mantenía durante los veranos intercambios con mis compañeras de colegio, con las inseparables, a las que hoy ya puedo llamar “de toda la vida”: por lo menos hay media docena que provienen de la Hostería Flor de Cactus, en Villa Gesell; en otras, el sello indica un balneario vecino, San Bernardo. Y entre postales de cada rincón de Europa que para mi cumpleaños recibo del tío Giorgio, aparece una profusa correspondencia casi confesional con una amiga del alma que vivió varios años en España. “Me doy cuenta de que debe haber cientos de cartas mías desparramadas por el mundo”, dice Rejman. Yo preferiría no saber.
Como los diarios íntimos, los epistolarios me generan fascinación. Una vez en el Viejo Hotel Ostende, un grupo de huéspedes participamos de un taller literario sobre el género, que iba de la tradicional misiva a versiones más contemporáneas. Empezamos por “Cuando leas esta carta”, de Vlady Kociancich, y pasajes de Coetzee, y terminamos generando algunas producciones propias, “correspondencias menores”, como un ida y vuelta de post it pegados con fruición en la puerta de la heladera. Al respecto, en el final del derrotero de casos que analiza el libro Escribir cartas, una historia milenaria (Ampersand), de Armando Petrucci, se repara en el advenimiento de nuevas formas para el viejo intercambio. Es en el capítulo “Muerte y transfiguración” donde se manifiesta el paso a mejor vida del papel escrito a mano en la era del WhatsApp.
Creo que fue esa expectativa incomparable que genera una carta que pasa por debajo de la puerta lo que me prendó del enigmático proyecto. Sentí que en su manera old school me traía una novedad. O la resurrección de un hábito que se resiste a entrar en la caja de los recuerdos.