La otra cara del conflicto
Cierto es que miles de mujeres en la Argentina son víctimas de violencias ejercidas por hombres, sean éstos sus esposos, novios, padres, jefes e incluso desconocidos. Muchas son vistas como presas de un deseo animal, sobre quienes se ejerce la acción de poseer, por cualquier medio y a cualquier costo.
La denominada violencia de género y la lucha que hay que dar no terminan con las marchas recientes, sino que allí está su inicio. Las autoridades estatales (legisladores, ministros, jueces) deben tomar nota del reclamo que todas las mujeres venimos realizando.
Debe existir una toma de conciencia para que la mujer logre esa igualdad que tanto se pregona, desde todos los estamentos. La vulnerabilidad de las mujeres frente a las agresiones de los hombres es indiscutible, ya sea por inferioridad física, económica o social.
También es cierto que los operadores judiciales deben encontrar el equilibrio y no convertirse en aquello que pretenden castigar. Porque muchas de esas mujeres que han sido víctimas de una situación de violencia se presentan ante las fiscalías y los juzgados solicitando les permitan tener contacto con su agresor, o insisten en que quieren volver a convivir porque la situación de violencia ha cesado.
La respuesta a esta petición es la negativa. Sustentada en el temor a la condena pública, optan por considerar a las mujeres incapaces de diferenciar lo que está bien de lo que está mal.
Sin juicio que determine que la mujer no está en sus cabales para decidir, se violenta su autonomía de la voluntad. Muchos pensarán que las mujeres, por temor, siempre quieren volver con su agresor, pero esto no es así. Porque precisamente el temor ha cesado, en la mayoría de los casos, al estar el hombre privado de su libertad o porque está cumpliendo una restricción de acercamiento o ha sido excluido del hogar conyugal.
En todos los casos las mujeres son, y así debe ser, acreedoras de protecciones especiales, que como medidas precautorias dictan los jueces para resguardarlas. Y qué pasa con esos otros casos donde se denuncia a los hombres no porque exista una situación violenta, sino como instrumento para sacarlo del medio y lograr la libertad en ciertos aspectos (crianza de los hijos, por ejemplo).
Muchas mujeres saben que tienen en sus manos un arma potente para usar, y entonces dependerá de su idoneidad y de su buena fe el uso que hagan de ella.
La mujer conoce que con la sola denuncia puede excluir a su esposo o pareja del hogar conyugal, separarlo de la crianza de sus hijos, dejarlo en la nada. Y es ahí donde los jueces deben equilibrar, analizando cada caso, las medidas cautelares que se otorgan, especialmente su razonabilidad y tiempo de duración, para que dichas medidas no pierdan el sentido protectorio por el que se las ha concebido.
Resulta inadmisible que en pos de esa protección, la denuncia equivalga a la condena y que se prive a los hombres de las garantías procesales que conservan vigencia en nuestro país. Todo denunciado debe mantener su presunción de inocencia y la justicia debe buscar mecanismos de solución de los conflictos, sin basarse únicamente en un rol paternal respecto de las denunciantes. Se trata de un trabajo diario: encontrar el equilibrio entre protección al más desvalido y tutela judicial. Un Estado de Derecho debe velar por el cumplimiento de la ley y evitar, por su exagerado uso, los abusos.
Especialista en Derecho Penal, máster internacional en Juicio Oral