La oposición olvida a su verdadero adversario
Una vez más, el papa Francisco invitó al país a abandonar la “polarización agresiva”. Lo hizo en una carta reciente que envió al arzobispo de La Plata, Víctor Manuel Fernández, a raíz de un acto en la Catedral de la capital bonaerense en el que, a poco de cumplirse diez años de su pontificado, habían coincidido dirigentes del oficialismo y la oposición. En la misiva, el Papa afirma: “Me consuela el alma que mi persona haya hecho posible ese momento de comunión, de encuentro más allá de las diferencias”.
La buena voluntad del Papa es encomiable. Todo lo que favorezca la tolerancia y la gozosa aceptación de las diferencias mejora la vida en común y no solo la política. Sin embargo, pareciera que ese llamado a abrazar el entendimiento y la aceptación no va más allá de una formulación retórica de escasa sustancia. ¿Será que la lejanía respecto del país no le permite observar el fondo del asunto? El problema de la polarización política en la Argentina no pasa por la tramitación de las diferencias, que siempre enriquecen, sino por la naturaleza de esas diferencias.
Esta calibración limitada o parcial de la llamada “grieta” no sorprende en el caso de Francisco. Pero sí asombra un poco más, al menos en mi caso, que una mirada similar también haya prendido en una parte importante de la opinión pública e incluso de la prensa independiente y crítica, que del mismo modo invitan a los supuestos extremos del oficialismo y la oposición a deponer el enfrentamiento y a sentarse a una misma mesa para iniciar de una buena vez un diálogo constructivo.
Este discurso benevolente ignora la paradoja que mantiene al país aturdido desde que el kirchnerismo, hoy en el Gobierno, puso toda su artillería al servicio de un “vamos por todo” que se quiere hegemónico y excluyente: ¿cómo dialogar con aquel que intenta destruir el sistema que ampara y garantiza la posibilidad misma de diálogo? ¿Cómo dialogar con quien tiene por objetivo silenciar tu voz? ¿Es posible, en estas condiciones, el diálogo? Yo tengo mi respuesta. Y de esa respuesta, equivocada o no, deduzco que es un error de apreciación grave esta suerte de nueva teoría de los dos demonios que contrapone como opuestos equivalentes, cada uno en un rincón del ring, al oficialismo y al ala más dura de la oposición. O, si se quiere, a Mauricio Macri y a Cristina Kirchner.
Me sorprendió aún más que un político como Facundo Manes haya incurrido también en esta misma lectura de un asunto tan delicado. Las denuncias puntuales son bienvenidas, si apuntan a que Juntos por el Cambio haga honor a su nombre. Aun así, habría que sopesar la oportunidad y los modos, si además se quiere preservar el “juntos”. Lo de “populismo institucional” suena excesivo. La connotación semántica del concepto, junto con la idea de que Cristina Kirchner y Macri representan dos minorías intensas que nos impiden pensar un país, remite a la noción de los dos extremos equivalentes. Esto abona la falacia que aplica el kirchnerismo para ir contra las instituciones del país.
No pongo en duda las buenas intenciones de Manes. Tampoco creo que quiera romper Juntos por el Cambio. Al margen, estimo que las tensiones internas y los viejos resquemores entre los presidenciables de Juntos conspiran contra la unidad de la coalición. Parece que no tuvieran clara conciencia de quién es el verdadero adversario. Y vuelven las taras que malograron la gestión de Cambiemos: la suficiencia, la ambición personal, la subestimación de las dificultades, la mezquindad de no integrar a los socios minoritarios, el sentirse la encarnación de un republicanismo que hoy es, sobre todo, una aspiración.
Manes habló de un “centro popular”. Hay sin embargo un concepto de centro más amplio, que no alude a un posicionamiento ideológico sino a un espacio de convivencia democrática en el que todos los protagonistas, más allá de las ideas que defiendan, se comprometen a respetar el conjunto de valores y principios comunes que mantienen la vigencia de la república y permiten dirimir las diferencias a través del diálogo.
Hasta ahora, el kirchnerismo no ha aceptado ser una parte más de ese centro político compartido. Ha buscado, por el contrario, corroer su base para instaurar un régimen autocrático en el que la voluntad de un líder carismático desplace la autoridad de la ley. Acaso por cansancio, los argentinos lo hemos naturalizado como un actor político más. Durante mucho tiempo, en lugar de abuchear al jugador que toma la pelota con la mano y driblea a los defensores como un wing de rugby, nos rendimos ante su velocidad y astucia mientras el árbitro convalidaba la jugada y los comentaristas relataban el gol.
Volvemos al principio: el problema no son las diferencias, sino la naturaleza de esas diferencias. El kirchnerismo propone otro juego del que solo participan sus jugadores. Y está siempre llevando a los adversarios, a los que trata como enemigos, a su terreno inclinado y barroso. La oposición no debería distraerse ni perder uno solo de sus jugadores, porque el oficialismo todavía es capaz de embocar un gol con la mano.