La oportunidad que abre Francisco
ROSARIO.-La elección de nuestro compatriota Bergoglio como papa de la Iglesia Católica abrió, en la vida argentina, huracanadamente, una época nueva. En ella estamos y estaremos, más allá de que seamos capaces de aprovecharla. En la historia contemporánea la generación de 1880 fue extraordinariamente oportuna. Aprovechó la coyuntura mundial de su tiempo y echó las bases, construyó el encofrado y edificó un país del Primer Mundo. En el siglo XX, en la posguerra del 45, en la esquina mundial donde todos doblaban, nosotros seguimos derecho: quedamos anacrónicos, practicando y defendiendo ideas y valores rancios que habían perdido vigencia.
Como lo sintetizó admirablemente Ortega y Gasset, la vida de las personas y de los países es el resultado de lo que son capaces o incapaces de hacer con sus circunstancias. La historia es un cementerio de países que desperdiciaron su oportunidad, el momento en que tuvieron que optar y lo hicieron mal. Así también es un muestrario de los que acertaron. De los que aprovecharon las "voladas" que siempre ofrece la vida. De Gaulle, citando al historiador Hipólito Taine, solía repetir: "Hay que prepararse para un gran destino y esperar". Podríamos preguntar: ¿esperar qué? Contestamos: el momento, que siempre se presenta si uno está preparado para percibirlo y para capitalizarlo.
El papa Francisco, nuestro Bergoglio, no tiene como única tarea mejorar el tono moral y político de la Argentina. Como compatriota -y dentro de sus posibilidades- hizo lo posible como cardenal primado mientras estuvo en Buenos Aires. Su tarea ahora es planetaria, como corresponde al jefe de una iglesia que, hasta en su nombre, lleva la universalidad (ése es el sentido etimológico de la palabra griega katolikos que la identifica). Pero los argentinos podemos enancarnos legítimamente en el fenómeno de renovación que Francisco impulsa y que va en la dirección exacta de lo que nos hace falta y necesitamos: reivindicar al "otro"; al diferente, al distinto, porque sencillamente lo precisamos para completarnos y complementarnos.
El mundo sigue padeciendo una enfermedad que es una pandemia, es decir, una epidemia generalizada: la intolerancia. Pero los argentinos, que somos el resultado del aluvión benéfico de la inmigración que nos engendró, asistimos prácticamente de manera cotidiana a un verdadero parricidio en grado de canibalismo. Esa intolerancia es decididamente desmesurada. La convivencia, toda convivencia, tiene grados de fastidio y de antipatía hacia el otro. Pero es como con las bebidas espirituosas: a partir de cierto grado de alcoholización se convierten en temibles. Nosotros andamos como borrachos, bamboleándonos, sin encontrar la puerta ni el camino de salida desde hace demasiado tiempo.
El nombramiento de Francisco es reciente. Nada asegura que su prédica antigua y actual prenda como una vacuna en nuestro cuerpo político. No existe el determinismo histórico. Versiones morbosas de esa creencia anegaron en sangre el siglo XX. Los comunistas, los fascistas y los nazis creyeron que la historia determinaba inexorablemente su triunfo definitivo. No existe el determinismo, reitero. Pero es una verdad maciza, comprobable, que las circunstancias son factores que condicionan la vida. Sólo que esas condiciones, como sustancias que están suspendidas en estado coloidal, necesitan de la inteligencia y la voluntad de los protagonistas para que se precipiten, se concreten, en un sentido o en el otro. Sin ese poderoso factor humano, pueden pasar de largo. O permanecer como mudos testimonios de una ocasión perdida.
El mensaje que la clase política argentina actual debe ocuparse de encarnar en primera persona no es sólo que cabe contar con el otro, sino también protagonizar una virtud casi extinguida en nuestros hábitos cívicos: la pulcritud moral. La pulcritud pública y privada. No se trata de hacer aparecer entre nosotros personajes santificados, sean Teresa de Calcuta o Francisco de Asís. Se trata de traer de nuevo hábitos de rectitud que el país conoció en el pasado. Incluso no hace demasiado tiempo.
Los que recorren la vida con los ojos abiertos y sin anteojeras saben que la moral es un tema escabroso. Demasiados declamadores de ella suelen no tener concordancia con lo que blasonan en sus negocios, en su vida familiar o en su vida profesional. Las corporaciones económicas, religiosas, militares no están exentas de críticas en ese sentido. Sería exagerado pretender que la política se convierta de un día para otro en un dechado de coherencia. Sin embargo, es un deber de honestidad señalar que las presidencias argentinas relativamente recientes de Arturo Frondizi, de Arturo Umberto Illia y de Ricardo Alfonsín fueron administraciones, desde el punto de vista ético, de un nivel elevado. Es un deber de honestidad también reconocer que las sociedades -en este caso, la argentina- suelen ser indiferentes a estas virtudes republicanas. Hay períodos de licencia en los cuales pareciera que la norma que ha cobrado vigencia es la del "todo vale". Más allá de estas vacaciones desaliñadas, subyace, sin embargo, en el inconsciente colectivo, una inmensa nostalgia por la rectitud.
Eso es lo que ha conmovido del nuevo papa: no sólo lo que dice, sino lo que hace. Esa coherencia remite a la raíz más profunda y legítima de Occidente. Los dos impresionantes ejemplos de fidelidad hasta el fin: Sócrates, por lo que había enseñado en Atenas; Cristo, por lo que predicó a sus discípulos.
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