La ópera, un barco en la ciudad
Para Alexander Kluge, la ópera es una esfinge. La diferencia es que este Edipo, a diferencia del otro, no es un hombre de acción, o lo es en la medida escasa en que un escritor y un director de cine, aunque en su arte fue siempre demasiado filosófico, y su pensamiento, demasiado artístico. Este Edipo, Kluge, el nuestro, nacido en Halberstadt en 1932, también a diferencia del otro, no resuelve ningún enigma. Del enigma, no le interesa la resolución, sino en el enigma mismo, su forma. De eso mismo, del enigma de la forma, habla en El templo del chivo expiatorio. Historias de la ópera, recién publicado por la editorial Libretto en traducción de Victoria Cóccaro; es el testimonio de una obsesión estética.
Kluge parte de la presunción de un éxodo de lo sagrado. Una época, la moderna y sus estribaciones, que, cosa rara, hizo de la secularización jactancia, no pudo renunciar a lo sagrado. Según él, las óperas ocupan profanamente ese lugar. Escribe Kluge: “Si se cuestionan desde la razón los mecanismos mágicos por los cuales los sacerdotes (y sus ecos operísticos) nivelan la balanza y establecen un nuevo equilibrio, estos mecanismos pierden su poder. Por este motivo, Jürgen Habermas insiste en que el avance de la Ilustración debe llevar una cierta cantidad de religiosidad, como si fuese un tren de carga de provisiones”. Pero el sacerdote no es un mago, y el arte ya tampoco es magia.
Kluge no es un ilusionista. “El ocaso de los dioses en Viena. De cómo una documentación fílmica enderezó a Richard Wagner” es un caso: en mayo de 1945, con la ciudad de Viena virtualmente sitiada, el jefe de distrito y comisario de defensa del Reich ordena una última función de gala de El ocaso de los dioses. Sin embargo, el edificio de la Ópera había quedado calcinado. Se decide entonces hacer un registro que podría luego emitirse por radio; el inconveniente consiste en que no había lugar suficiente para ensayar. La orquesta se reparte en varios refugios antiaéreos, por un lado en la Ringstrasse, por el otro en la Kärtnerstrasse. El director dirige los ensayos desde la bodega de una taberna con la ayuda de un teléfono de campaña. Entonces el teniente coronel Gerd Jänicke decide perpetuar la tragedia de la ciudad en un documental con la grabación del último acto de El ocaso de los dioses en semejantes condiciones. Usaron como iluminación los reflectores de la artillería antiaérea. Los tres mil metros de cinta se descubrieron hacia 1991. Se oyen las bombas, las órdenes del director en el teléfono, la música de Wagner y el ruido mismo del motor de la cámara. Nada de eso pasó; sin embargo, es verdad.
En una entrevista que concedió el año pasado en la Maestría de Ópera Experimental de la Untref, Kluge explicó lo siguiente: “La ópera puede adoptar todas las formas posibles. Y luego, si convirtiéramos los teatros de ópera en playas de estacionamiento, o si los pusiéramos sobre ruedas y los lleváramos a los márgenes de la ciudad, entonces esa esfera pública, ese símbolo inequívoco de un sentimiento de conciencia de sí en la sociedad burguesa estaría perdido. Por eso es que se necesita este edificio tan curioso, este barco en medio de la ciudad, esta Arca de Noé”. Pensemos en el Teatro Colón: aun quienes jamás lo pisaron tienen la superstición que algo propio está allí a salvo. Es probable además que Kluge tomara esta consideración de “La muerte de las catedrales”, el artículo de su amado Proust.
El templo del chivo expiatorio no es un libro sobre ópera; es una ópera hecha libro, una ópera según la entiende Kluge: una ópera que en la misma medida en que afirma su existencia está obligada a negarla. Si sus libros son tan raros (y éste lo es más que ningún otro) es porque pretende fijar lo que la ópera fue, lo que es y lo que podría haber sido. Su triunfo son las estrías de semejante imposibilidad.