La omnipresencia de la política asfixia a la Justicia
Hay dos vacantes en la Corte Suprema. El Poder Ejecutivo designó a dos reconocidos juristas, pero lo hizo en comisión, como lo autoriza la Constitución durante el receso del Congreso y ad referéndum del posterior acuerdo del Senado. Fue un desacierto político y -"recalculando"- se iniciaron las conversaciones con los renuentes senadores. En este proceso, ha vuelto a ponerse sobre el tapete la ampliación del número de miembros del tribunal. Un argumento dice que otros países tienen cortes más pobladas. En ocasiones anteriores se usaron otros: que más jueces resolverían más rápido (lo que es falso, si todos deben participar en las decisiones) y que la Corte podría dividirse en salas (lo que jamás ocurrió una vez lograda la ampliación).
La situación es, para los argentinos, un déjà vu. Ninguno de los argumentos que acaso se esgriman es sincero: la verdad es que un número mayor de ministros de la Corte permitiría a las fuerzas políticas -que deben autorizar su designación- introducir en el tribunal candidatos propios, como otrora permitió a la fuerza dominante contar con una mayoría automática.
Con independencia del modo en que se resuelva, esa sola situación es lamentable, porque menosprecia la función del poder judicial en un estado democrático al contaminarla, aunque sea tangencialmente, de partidismo.
Se dice que los jueces, como ciudadanos, siempre tienen ideología. Esto es verdad, pero la virtud que la sociedad espera de ellos es que, alejados de todo compromiso partidario, juzguen de acuerdo con su conciencia y respeten la Constitución por encima de sus propias preferencias. Nada más alejado de ese ideal que el espectáculo brindado en los últimos años por el Consejo de la Magistratura, donde oficialismo y oposición discutían y se trababan recíprocamente, no tanto en función de las capacidades de los candidatos, sino atendiendo a sus compromisos con el poder político.
La propia Constitución, que no fue capaz de prevenir ese defecto en la designación de tribunales inferiores, trata de evitarlo cuando se trata de la Corte Suprema, exenta de la intervención del Consejo. Para eso, dispone que el acuerdo para los máximos jueces sea prestado por una mayoría de dos tercios de los miembros presentes del Senado (art. 99, inc. 4).
El propósito de esa norma parece claro: asegurar que para cada magistrado supremo las fuerzas políticas busquen acuerdos, de tal suerte que el candidato no resulte un representante de ninguna de ellas, sino un juez independiente, no sujeto a las sugerencias del partido al que deba su designación. Pero este ideal también es difícil de satisfacer en un país afectado por la famosa grieta: en lugar de negociar sobre las virtudes de cada candidato, lo que se busca es negociar números, en un toma y daca político donde aquellas virtudes, si son tomadas en cuenta, no resulten a la postre decisivas.
Si no fuera por esta enésima intromisión de la política partidaria en la estructura judicial, tanto daría que los miembros de la Corte fueran tres, cinco, siete o diecinueve, si equivalen a los de Uruguay o a los de España: el acento se pondría en la capacidad de las personas y de la estructura judicial al servicio de la Constitución y no en la conocida dicotomía de ellos y nosotros.
Uno de los males que aquejan a nuestro país desde hace décadas es la omnipresencia de la política partidaria. Los partidos son necesarios para la democracia y su rivalidad es natural, pero hay temas en los que ella debe cesar para dar lugar a instituciones de otra naturaleza: la Justicia es, de ellas, la más importante.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
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