La odisea del helicóptero que sacó a De la Rúa
El operativo para evacuar al presidente en medio del estallido social se preparó en el máximo secretodesde el amanecer del 20 de diciembre; se llegó a evaluar la opción de trasladarlo a Uruguay si crecía el peligro; la cronología de un viaje que marcó el fin de una era, contada por sus protagonistas
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Este artículo fue publicado en diciembre de 2011, con motivo del décimo aniversario de la crisis de 2001.
Con el ruido de las aspas a pleno, le ordenaron a Fernando de la Rúa que agachara la cabeza. "¿Qué dijo?", le replicó al edecán, Gustavo Giacosa, que lo tomó de la nuca y lo empujó hacia abajo y adelante. Corrían por la azotea de la Casa Rosada y a su lado iba el subjefe de la custodia presidencial, el subcomisario Marcelo Lioni, el calvo al que muchos tomaron, al verlo por televisión, por el ya renunciado Domingo Cavallo.
Eran las 19.52 del jueves 20 de diciembre de 2001 y el suboficial de la Fuerza Aérea José Luis Orazi abrió la puerta del helicóptero. Entraron los tres pasajeros y dio la señal para que despegara el Sikorsky S76B. Todo transcurrió en un minuto, según el registro oficial de vuelo. De allí en más enfilaron hacia la Quinta de Olivos, aunque llegaron a manejar dos opciones más: Campo de Mayo y Uruguay, si el peligro aumentaba.
Allá, en las alturas, De la Rúa era aún presidente. Los pilotos ignoraban que acababa de renunciar. Sólo sabían que algo ocurría. Un rato antes, el padre de uno de ellos, Carlos, había atinado una pregunta antes de callar: "Claudio, ¿vos hoy estás de turno?" Nada más. Y tras un breve silencio, su madre, Erika, tomó el teléfono y completó: "Suerte".
El mayor Claudio Zanlongo y el vicecomodoro Juan Carlos Zarza volaban entonces rumbo a la Plaza de Mayo. Fueron tres minutos y medio desde el Aeroparque, donde habían esperado durante horas para la misión: sacar a De la Rúa de la Rosada, sin descargar las 3,5 toneladas, por el riesgo edilicio.
"Corríamos el peligro de que vibraran el techo y las paredes del Salón Blanco, y se fisurara todo. Otra vez", recuerda el entonces coordinador del Departamento Técnico de la Casa Militar, el arquitecto Mario Casares. Fueron años de restauración y hasta de un balde naranja en el despacho presidencial por goteras. Y ningún deseo de que el helipuerto volviera a usarse, como con Isabel Perón, en el 76 y Raúl Alfonsín, en las Pascuas del 87. Un guiño del destino: Zarza, más joven y teniente 1°, había sido también el piloto de aquella Semana Santa.
Para las 9 del jueves 20, Casares había recibido la orden de llevarle los planos de la azotea al jefe de la Casa Militar, el vicealmirante Carlos Carbone, con menos de 48 horas en su cargo. "Acá no se puede aterrizar", le retrucó. Al final, llegaron al acuerdo de posarse sin descargar el peso. Y fueron hasta el techo con el jefe de operaciones de los helicópteros, el comodoro Sergio Castro, que dibujó un croquis, con las antenas de la zona y otros riesgos posibles durante la aproximación.
Zarza y Zanlongo ya habían volado por la mañana desde la quinta de Olivos para dejar a De la Rúa frente a la Rosada, en el helipuerto de la avenida Huergo. La Plaza de Mayo era el foco de los incidentes. Pero desde arriba, todo parecía calmo. "Recuerdo que cuando esa mañana pasamos por la Plaza de Mayo, rumbo a nuestra base en Moreno, pensé: ?¡Qué exagerados estos periodistas!' Todo se veía tranquilo", cuenta Zanlongo, retirado ya como vicecomodoro y en la Aviación Civil de Salta, donde se encarga de vuelos sanitarios. Más de una vez trasladó a Cristina Fernández de Kirchner cuando ella fue a Salta o a Jujuy.
En la VII Brigada de Moreno, Zarza y Zanlongo completaron la revisión del Sikorsky y los mandaron a la zona militar de Aeroparque. "Van a llegar órdenes", fue el mensaje. En Aeroparque los recibió el brigadier Sergio Mayor, que les dijo "tengan cuidado" y les cedió la oficina, donde Castro les comunicó el plan por teléfono. "Nos dijo que quizá no podríamos sacar al Presidente de manera normal." Segundos después, les mandó el croquis por fax. A Aeroparque llegó algo más. La orden de evaluar tres destinos: Olivos, Campo de Mayo y Uruguay. Y cruzar el Río de la Plata fue una opción real, aun cuando el jefe del Ejército, general Ricardo Brinzoni, puso a disposición de la familia De la Rúa todas las guarniciones militares del país.
Los pilotos revisaron las condiciones del tiempo. En particular, el viento. El derrumbe político se aceleraba con el correr de las horas. Hasta que el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini pidió una hoja con membrete presidencial. Eran las 19.37: De la Rúa redactó a mano su renuncia y se fue al baño. Solo.
"Gracias por todo, Víctor", le dijo al fotógrafo de la Presidencia, Víctor Bugge. Y lo abrazó. "Vení, vamos a hacer la última foto", le dijo, y Bugge registró la histórica imagen de De la Rúa acomodando sus últimas cosas. Pero habría otra foto más.
A metros de allí, entre los llantos del primer piso ya semivacío y los funcionarios que guardaban sus cosas en cajas, una voz gritó: "¡Lo acompañamos todos!" Pero el secretario privado Leonardo Aiello paró la movida. "No, de ningún modo. El presidente se va con el edecán."
De la Rúa tomó su copia privada de la Constitución y firmó el último decreto: 1682/2001. Según el CELS, para regularizar las acciones de la Policía y enmarcarlas dentro del contexto de "conmoción interior".
Entonces sí, De la Rúa entró en el ascensor más privado de la Rosada, junto a Rodríguez Giavarini y al teniente coronel Giacosa, también en su segundo día como edecán. "Fernando, hiciste todo lo posible", le dijo el canciller. Y llegaron al helipuerto y a la última foto de Bugge, al que un custodio intentaba sacar de la terraza.
Durante los 4 minutos y medio de vuelo hasta Olivos, De la Rúa no habló. Sólo se calzó sus anteojos, los mismos que se quitó la víspera, en gesto teatral, para anunciar por cadena nacional el estado de sitio. Se limitó a mirar por la ventanilla.
Ya en tierra, el intendente de la quinta recibió a De la Rúa junto al jefe del Regimiento de Granaderos, coronel Roberto Fonseca, que esos días reforzó la guardia. En vez de los 120 efectivos del Escuadrón Chacabuco, desplegó a 300. Allí los pilotos Zarza y Zanlongo supieron que eran testigos de un drama histórico: De la Rúa había caído.
En la Rosada, el arquitecto Casares completó su última tarea: verificar, despacho por despacho, que los salientes no se hubieran llevado nada que no fuera de ellos. “Había muchas cosas empaquetadas -rememora-. El clima era de velorio.”
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