La obsesión de una vida centenaria puede llevar al mundo a enfrentar un trilema dramático
Si la población y la longevidad siguen creciendo, no habrá recursos para responder a la demanda demográfica
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Desde hace décadas, biólogos y genetistas se precipitan a Perdasdefogu para tratar de descifrar el misterio de la longevidad humana. En ese pueblo perdido en las montañas de Ogliastra, en el centro de Cerdeña, viven los nueve hermanos Consòla Melis, que totalizan 837 años de edad. Ese grupo –considerado por el Guinness World of Records como la familia más longeva del planeta– no constituye una excentricidad, pues esa comuna de 1.741 habitantes tiene otros 11 centenarios. El fenómeno inusual se replica en la Barbagia “clásica” y en el sur de esa isla italiana. Esa singularidad permitió a Cerdeña integrar la exclusiva lista de “blue zones” (zonas azules) identificadas por la National Geografic Society como los cinco lugares del mundo que reúnen las condiciones ideales para vivir más de 100 años en buena salud, junto con Loma Linda (California), la península de Nicoya (Costa Rica) y las islas de Okinawa (Japón) e Ikaria (Grecia).
Los biólogos están convencidos de que esas regiones pueden aportar la respuesta esencial que busca la ciencia para extender la duración de la existencia mucho más allá de la esperanza de vida promedio estimada en 2020 en 85,6 años para las mujeres y 79,7 para los hombres. La división demográfica de la ONU estima que en la actualidad “solo” existen 535.000 centenarios; pero calcula que esa franja de población llegará a 3,7 millones en 2050 y a 19 millones a fin de siglo.
Por el momento, el récord de longevidad fue establecido por la francesa Jeanne Calment, que murió en 1997 a los 122 años. Esas barreras naturales no se extienden ad infinitum en forma volitiva: ahora la primera que puede destronar a Calment dentro de cuatro años es la japonesa Kane Tanaka (118 años).
A pesar de que la cuenta regresiva se acerca a su fin, ninguno de los habitantes de las “zonas azules” de Cerdeña parece angustiado por el desenlace de su existencia. Por el contrario, confiesan su pasión por reír, reunirse en familia, bailar y escuchar música con sus vecinos, jugar una partida de cartas y disfrutar de cada instante que les ofrece la vida porque aprendieron que la alegría, la felicidad simple y la sociabilidad son las principales condiciones de la longevidad.
Aplazar la hora de la muerte, en cambio, constituye una obsesión para gran parte de los habitantes del planeta.
Desde hace años, numerosos biólogos insisten en que nuestro organismo está programado para extender el límite de vida mediante la manipulación genética y tecnológica del cuerpo humano, los implantes biónicos, como el corazón electrónico totalmente artificial Carmat que se experimenta exitosamente en Francia desde hace 13 años, ahora aprobado por la Food and Drug Administration (FDA), o el injerto de retina artificial que permitió a una ciega recuperar su vista. Pero, mejorar las condiciones físicas de existencia es una cosa y prolongar la vida es algo muy diferente. Por el momento, las innovaciones que sorprenden al mundo –como las terapias génicas, la regeneración de órganos a través de células madre, las técnicas anti-envejecimiento o el diseño genético de bebés– son el resultado de innovaciones surgidas de las posibilidades que ofrecen las nanotecnologías, biotecnologías, informática y ciencias cognitivas (NBIC). La mayoría de esas novedades provienen de biorrevoluciones inspiradas en ideas transhumanistas que son, en muchos casos, transgresivas desde el punto de vista ético. Algunos apóstoles de esa ideología demiúrgica, financiada en parte por los millonarios de Silicon Valley, aspiran a prolongar la existencia humana a 150, 200 e incluso a mil años. Su principal argumento postula que en 2.000 años el ser humano triplicó su esperanza de vida (que pasó de 25 años al comienzo de la era cristiana a 75/80 años en la actualidad). El verdadero salto en esa evolución ocurrió a partir de la primera revolución industrial: en el último medio siglo aumentó 14 años y, desde 1990, progresa a un ritmo de tres meses por año en los países más desarrollados, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Los estudios en las “blue zones” demuestran que el bienestar económico no es el único parámetro que determina la longevidad. Por eso es que los críticos del transhumanismo, más modestos, argumentan que es preferible “morir en buena salud”, es decir prolongar la existencia normal hasta que la vida comience a ser un suplicio. A mitad de camino entre ambas ideas, las dos igualmente portadoras de enormes perspectivas financieras, la ciencia parece orientarse a explorar las infinitas posibilidades que ofrece la senoterapia. Ese neologismo, derivado del término latino senex (anciano), comenzó a generalizarse en 1993, cuando Cynthia Kenyon, de la universidad de California en San Francisco, comprendió que la influencia del gen DAF-2 sobre la longevidad permitía intensificar la lucha contra los gerontógenos. Ahora, casi 30 años después, Cynthia Kenyon es vicepresidenta de Calico, filial del complejo secreto Google X Lab –creado por Larry Page y Serguey Brin, los fundadores de Google– para acelerar las investigaciones sobre el envejecimiento y desarrollar el proyecto “solving death” (Matar a la Muerte).
Su descubrimiento abrió una pista esencial que permitió acelerar los sorprendentes trabajos con ratas realizados por el profesor australiano David Sinclair en la Harvard Medical School, las experiencias con moscas drosófilas de David Walker de la Universidad de California y los estudios del biólogo francés Hugo Aguilaniu, del laboratorio de biología molecular de la célula (CNRS-ENA de Lyon), con nematodos (una especie conocida como gusano cilíndrico) que tiene muchos puntos en común con el organismo humano. En los tres casos consiguieron prolongar la vida entre 10 y 16 veces, lo que, a escala humana, representaría una duración de 1.000 a 1.200 años.
Algunos científicos, sin embargo, relativizan todas las ilusiones desmesuradas. “El límite máximo teórico, que todavía no fue jamás alcanzado, es de 150 años”, explica Giselle Wertheim-Aymes, CEO de la start-up Gero de biotecnología, basada en Singapur.
Las fabulosas inversiones que realizan las Big Pharma, instituciones científicas y algunos gigantes de la tecnología como Google para posicionarse en el promisorio mercado de la senoterapia, demuestran que la lucha contra el envejecimiento y la prolongación de la esperanza de vida se convertirá en 2050 en uno de los sectores más dinámicos de la economía mundial.
En ese momento, sin embargo, el envejecimiento de millones de personas colocará a la humanidad ante un trilema difícil de resolver. Por un lado, sobre un total de 10.000 millones de personas en el mundo, cerca de 900 millones (9%) tendrán más de 65 años dentro de 30 años, según las previsiones de la ONU. Esa población exigirá al resto del planeta una movilización colosal de recursos para financiar el sistema de protección social y formas de vida digna del siglo XXI. Es posible, sin embargo, que la brutal caída de natalidad que predicen los demógrafos para esa época impida alcanzar un equilibrio soportable entre aportes y necesidades. Peor aun: si la población continúa creciendo y aumenta la esperanza de vida, el mundo no tendrá los recursos naturales, materiales ni técnicos para responder a la demanda demográfica y a la crisis ecológica. En ese contexto, el planeta puede quedar teóricamente confrontado a realizar una desgarradora “opción de Sofía” entre generaciones.
Especialista en inteligencia económica y periodista