La obsesión de Raúl Alfonsín
Cuenta Pablo Giussani en el prólogo de su libro ¿Por qué, doctor Alfonsín ? que le llamó poderosamente la atención un rasgo "adolescente" de su entrevistado: la parquedad al hablar del pasado en contraste con su entusiasmo para mirar el futuro, para contar sus ideas y planes en pos de un país mejor.
A treinta y cinco años de la elección en la que Alfonsín fue elegido presidente, el camino que hemos transitado tuvo altibajos, avances, frustraciones y enfrentamientos. Sin embargo, la figura de Alfonsín no ha sido devorada por la llamada "grieta". Tal vez sea la única figura política que pudo hacer equilibrio en ese abismo: todos los argentinos le estamos reconocidos por haber establecido las bases fundamentales sobre las que se fue construyendo nuestra democracia.
¿Qué pensaba Alfonsín sobre cómo superar la larga decadencia argentina? De la compulsa de sus discursos, de sus libros y también de sus comportamientos surge nítidamente una idea recurrente: la Argentina no es un país integrado. Alfonsín remarca una y otra vez que nuestro país no ha podido establecer mecanismos de cooperación que den estabilidad y previsibilidad a las políticas públicas porque las distintas fuerzas políticas, sociales, corporativas, empresariales o sindicales defienden los intereses crudos que representan, no se sienten parte de un todo mayor, no aceptan los métodos con que se dirimen los conflictos en una sociedad democrática y solo tratan de imponer su propio interés. Esta manera de proceder conduce a la intolerancia, al autoritarismo y a la violencia.
Sostiene Alfonsín que para superar esos déficits es preciso avanzar en una serie sucesiva de acuerdos. Y esa es una palabra clave en su pensamiento: acuerdos. El primero supone un fuerte compromiso con el pluralismo como valor fundante de la democracia, con las características del debate y con la aceptación de las reglas de juego para solucionar los conflictos. No hay democracia sin disenso, la uniformidad es propia de los regímenes autoritarios. Es necesario reconocernos como parte de un todo, no como el todo. Si no admitimos la legitimidad de la opinión del otro, no hay modo de resolver el conflicto sino a través de la coerción. Por eso, el disenso debe ser institucionalizado y las discusiones, ser hechas con razones objetivas que permitan una deliberación provechosa. Al final, será la regla de la mayoría la que decida, pero luego de escuchar y analizar todos los puntos de vista de los interesados. Esta suerte de "pacto de garantías" será el presupuesto que permita consensos más sustanciosos. Una "ética de la solidaridad" que posibilitaría la distribución más igualitaria de la libertad, para disminuir las desigualdades naturales y sociales que existen en la sociedad.
A la vez, en la convocatoria a una convergencia democrática hacia fines de 1986 Raúl Alfonsín llamó a realizar una serie de reformas institucionales, económicas y educativas relevantes. Entre las institucionales proponía aquellas que contribuían a descentralizar el poder, como el traslado de la Capital al sur, y a favorecer los consensos, como la reforma de la Constitución. Respecto de esta última, entendía con buenas razones que el sistema presidencialista no incentiva los acuerdos, sino que estimula la confrontación.
Lamentablemente, en estos treinta y cinco años de democracia no hemos logrado arribar a acuerdos básicos que permitan políticas de largo alcance, lo que otorgaría previsibilidad y estabilidad al sistema político. Cada gobierno que llega -cualquiera sea su signo político- considera que "por fin" la patria está en el rumbo correcto y que las medidas que toma llevarán al progreso, al desarrollo sostenido y al bienestar general. Pero al mismo tiempo las distintas oposiciones afirman todo lo contrario, que se está llevando al país a la ruina y que si son votadas y arriban al poder enderezarán el destino de la Nación, ahora sí, hacia el desarrollo y la prosperidad. De ese modo es muy difícil imaginar un destino común.
El desafío sigue abierto, doctor Alfonsín.
Abogado