La obligación de lo actual
Me interesan las escrituras poliédricas, los libros que no se parecen a nada, que ni siquiera encajan en el canon de la heterodoxia.
Cuando digo "canon de la heterodoxia", soy consciente de la paradoja. El mercado suele estar muy atento a los discursos del margen. Los coopta enseguida. Diluye su potencial contestatario, transformando las desavenencias en moda. Es una cuestión compleja y que no sólo atañe a las editoriales: también afecta a la institución universitaria, los suplementos literarios, la industria cultural, las redes sociales.
La tecnología hace lo suyo en este panorama: subraya tendencias, insiste en mostrar hasta la saciedad aquello que vale la pena "seguir" para poder participar en las "conversaciones". También promueve el ejercicio ininterrumpido de la autopromoción y banaliza todo, en aras de la rapidez que generan y necesitan los soportes. El resultado suele ser un fárrago indiscriminado de textos y prestigios fugaces que se retroalimentan gracias a las camarillas y los contactos profesionales. Una pérdida de tiempo descomunal.
Frente a esto, no se me ocurre mejor estrategia que buscar los modos de resistir, afuera del marco temporal del ahora.
El poeta y ensayista argentino H. A. Murena, autor de un libro excepcional La metáfora y lo sagrado, propuso practicar el arte de volverse anacrónico. También Giorgio Agamben dedicó un libro entero a indagar la cuestión de lo contemporáneo, diferenciándolo de lo actual.
La contemporaneidad, escribió, es una relación que se establece con el propio tiempo a través de un desfasaje. Sólo quien es capaz de recibir en pleno rostro las tinieblas del presente, sin dejar de sentir lo impersonal que hay en nosotros, puede realmente ser contemporáneo.
Agamben fue categórico en esto: la huella de alguien que escribe, dijo en su libro Profanaciones, está en la singularidad de su ausencia.
Un libro, en cualquier caso, es algo brusco: cae, lanza un pequeño grito, busca probar la eficacia de su propio material. A eso, sin duda, se refería Kafka cuando le escribió a Oskar Pollak: "Necesitamos libros que nos afecten como un desastre (…), como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros". (1907)
Hay que insistir: intervenir en los problemas de la coyuntura (por urgentes y justos que estos sean) no alcanza para hacer que un texto sea literariamente valioso. La literatura está siempre en otro lugar: habla del mundo sin hablar de él, es el único espacio donde aún podemos no ser contemporáneos sino de la humanidad, situarnos en silencio frente a la totalidad del ser.
Termino con una coda cinematográfica. En el espléndido filme Orphée, de Jean Cocteau, un Orfeo de los años 50 escribe, al dictado de la Muerte que le habla por la radio, unos versos que no logra descifrar: El silencio va más rápido al retroceder. Un solo vaso de agua bastaría para alumbrar el mundo. Júpiter vuelve sabios a quienes quiere perder.
La poesía, entenderá después, es un saber alucinatorio. Un viaje indefenso a las comarcas del sueño, donde la pregunta ¿por qué? carece de sentido. Un don, en suma, que exige una disciplina tan rigurosa que hasta es necesario renunciar a escribir, para escribir. En ella ningún exceso es ridículo, ninguna creencia alcanza. En los límites de su enamoramiento insólito, Orfeo afronta la más encarnizada lucha, no con las palabras sino contra las palabras, a sabiendas de que existe un real que se escabulle siempre cuando intentamos asir el mundo o, como diría Alejandra Pizarnik, una distancia insalvable entre decir "agua" y "beberé". Cada poeta quisiera atravesar, como él, esas puertas de espejo que podrían conducirlo al secreto de los secretos, realizar su propia caminata inmóvil por el agua oscura del Deseo para llegar ahí donde la Novia de Negro está dispuesta a premiar a quien consiga responder a sus preguntas: ¿Usted sabe quién soy? Sí, lo sé. Dígalo. Mi muerte.
Es esa conciencia desgarrada, y no otra cosa, lo que vuelve a la poesía indócil, fatalmente disidente, reacia a cualquier encuadramiento. En ella, la embestida es siempre contra la doxa (el espíritu mayoritario que es, por definición, violento, opresivo y repetitivo). En su lugar, elige hacer visible la inadecuación y así preserva la incertidumbre, mucho más fecunda que lo asertivo.
Otros lo han expresado mejor que yo:
El verdadero escritor no tiene nada que decir. Robbe-Grillet.
Escribir es un verbo intransitivo. Roland Barthes.
Escribir es así: "?". Clarice Lispector.
Puesto que no podemos eliminar el lenguaje, al menos deberíamos hacerle un agujero tras otro, hasta que lo que se oculta detrás de él –ya sea algo o nada—empiece a transparentarse: no concibo tarea más urgente. Beckett
Faulkner solía decir que, como escritor, apenas disponía de un territorio del tamaño de un sello de correos. Ese bastión minúsculo alcanza. Lo que se busca es siempre un carozo de infancia, el advenimiento escueto y asombrado de un sí.
A mí también me gusta pensar que la miniatura tiene algo en común con el poema, como los juguetes, las postales viejas, los caballos de las calesitas. Me gusta pensar que esas formas breves y oblicuas permiten moverse rápido entre el incípit y la cadencia final.
Yo no tengo más raíces que la letra, pareciera afirmar el poema.
No defiendo más prerrogativas que el desaprendizaje y la intuición.
No insisto más que en lo anónimo.
En esa cacería, incansable y fallida, el poema alza su insignia vulnerable y apuesta a lo absoluto, que no es sino la dicha de encarnar una primera persona, cada vez más imbuida de su propia ausencia.
Por eso, quizá, la palabra poética es transversal y desorientada. Por eso es, también, inesperadamente, política y necesaria.