La obediencia ciega al líder
Algunos de quienes estuvimos en el exilio durante la dictadura militar llegamos a escuchar, en Radio Moscú en español, una frase que aún hoy resuena en mis oídos: "Los sectores progresistas encabezados por Videla y Viola...". Alguna línea del Partido Comunista Argentino había negociado y, como consecuencia, aquellos asesinos habían terminado resultando "progresistas", y así debía ser para todos los seguidores del partido. En el PC, para no hacerle el juego a la derecha, había que obedecer a la conducción siempre, dejar de pensar y, lo más importante, dejar de opinar. Por el contrario, nuestro romanticismo, el de la mayoría de los jóvenes de entonces, imaginaba a la verticalidad y a la obediencia como patrimonio exclusivo de la derecha. Todavía la rebeldía social no había caído en la prisión de la obediencia a la burocracia.
La historia del marxismo termina en una monumental derrota, causada en gran parte por esa deformación ideológica que lleva a justificarlo todo, desde la persecución y asesinato de Trotsky hasta las matanzas de Stalin y su Siberia, de la Cortina de Hierro a la pobreza intelectual que imponían. Nacieron con el sueño de justicia y murieron con la obediencia a la dictadura. Una burocracia cuya mayor lucidez fue el invento de "no hacerle el juego a la derecha", una forma nada sutil de justificar sus desatinos. Si la revolución queda en manos de los obedientes, quedará para los conservadores el lugar de cuestionadores del sistema.
En el peor momento de la persecución y aislamiento contra los disidentes por parte de Stalin, un seguidor de Trotsky abandonó a su líder con la excusa de que éste había escrito en un diario del enemigo, como si ignorara que le estaban vedados todos los otros. En la parte oriental de Berlín, caído el Muro, quedaron dos enormes estatuas, una de Marx y otra de Engels, en las que un simple ciudadano había pintado: "Ustedes no tuvieron la culpa". Esa leyenda quedó como testimonio de una parte de la opinión popular.
Durante la dictadura no se podían discutir las políticas de la conducción montonera para no "hacerle el juego al enemigo". Miles murieron por eso de obedecer aun cuando la orden implicara el suicidio. Eso sí, quedaron vivos varios de los que daban las órdenes. La famosa contraofensiva, de la que nadie quiere hablar, fue un camino al cadalso, algo más parecido a una entrega que a un combate. Sólo salvaron sus vidas los que "le hicieron el juego al enemigo" y no aceptaron ese absurdo retorno; los que fueron capaces de resolver por ellos mismos.
Muchas de las viejas organizaciones políticas o militares tuvieron en común el paradigma del militante que obedece a la conducción, que supera al individualismo liberal, que se integra al conjunto renunciando a sí mismo. Jean-Paul Sartre, en su prólogo a Retrato del aventurero, de Roger Stephane , desarrolla esa concepción en la que lo colectivo debe primar sobre lo individual, y ese aventurero era entonces el último escalón del egoísmo reinante, del que sostenía su identidad sin disolverla en la del conjunto. André Malraux, T.E. Lawrence y Ernst von Salomon eran los aventureros; Sartre, el que convocaba al anonimato militante. Ese absurdo se impuso en la izquierda y la consecuencia está a la vista: tienen más sellos de goma que partidos, más ideologías que seguidores. Al morir el individuo, nació la nada.
En el pueblo, el espíritu colectivo no surge de los libros. Se transita como parte de su realidad. Perón y Evita fueron la expresión de esa conciencia en una relación dialéctica en la que tanto el uno como la multitud cedían parte de su ser para poder convertirse en el todo. El líder es la creación y la expresión de una voluntad colectiva. La militancia intenta ser pueblo por la razón, el pueblo como actor principal de la historia la genera y la vive, sin interesarse por el que quiera interpretarla a su manera. El desprecio que sienten por el pueblo esas pretendidas vanguardias es el mismo que expresan por Perón. Como no se atreven a verbalizar su conflicto real con el pueblo, entonces dicen que el viejo era conservador, y los imberbes, revolucionarios. Perón y el pueblo hicieron un pedazo de la historia, otros apenas la interpretaron, y su vigencia se limita a una relación circunstancial con esta fuerza política a la que intentaron conducir y ni siquiera lograron comprender.
Coincido en que no hubo dos demonios, pero insisto: el que no era demonio está lejos de ser ungido como la conciencia de la historia. Y en eso estamos cuando debatimos el "no hacerle el juego a la derecha", en dejarle al supuesto enemigo la libertad de pensamiento y de crítica, y quedarnos nosotros con la obediencia como virtud de cada coyuntura. Eso nunca fue parte del peronismo -lo demuestra el hecho de que seguimos vigentes-, y sí fue y es esencial para una izquierda agotada por su eterno fracaso político y su propia cariocinesis, que cuando encontró por casualidad una jefatura exagerada y un retazo del poder se rindió con armas y bagajes, y eligió el aplauso y el silencio como moneda de agradecimiento y continuidad.
Para no "hacerle el juego al enemigo" que ni siquiera eligieron, un conjunto de universitarios hace un llamado al apoyo irrestricto, olvida las virtudes del apoyo crítico y en ese intrincado juego de lealtades personales y de convicciones se llama a silencio y sigue aplaudiendo. Ni siquiera se anima a la solidaridad con los propios compañeros. Detrás queda el pomposo nombre de intelectuales comprometidos. Hubo tiempos en los que el aporte era en el campo de la crítica; ahora sólo forma parte de la obsecuencia. Una pena, para quienes hubiéramos esperado algo más. Y un lento vaciamiento de ideas y propuestas, en el que inexorablemente la obediencia erosiona la creatividad.
"No hacerle el juego al enemigo" es una consigna demasiado amplia y detrás de ella se pueden esconder traiciones, agachadas y todo tipo de pequeñeces. Es un llamado al ejercicio de la mediocridad que le deja al supuesto enemigo el espacio de la crítica y reserva para quienes siguen la consigna el vano intento de pretender mutar obediencia en virtud. Veleidades de la izquierda que necesitó un Muro para que no huyeran los traidores y que no logró detener a quienes prefirieron enfrentar a los tiburones escapando de la isla de la revolución. Todos le hacían el juego a enormes derechas. Y vivían su propia decadencia.
Cuando hace muchos años salí del cine después de ver Apocaly pse Now lo hice lleno de admiración hacia aquel imperio, al que yo no quería, pero que era capaz de iniciar una dura autocrítica sobre esa derrota de Vietnam, y en consecuencia demostrar que seguía vivo.
Y, finalmente, lo más importante es que las capacidades que se podrían aportar a una causa o una empresa se malogran ante el temor de que la conducción se lo tome a mal o de que se pierda algo de lo que se cree haber logrado. Al fin, en una democracia lo importante es la cantidad de personas que se expresan y votan, y no el nutrido número de los que aplauden. Si los que se consideran pensadores se amontonan para ejercer la obsecuencia grupal, los poco informados impondrán el rumbo.
No soy un ortodoxo ni sueño con serlo, pero en otro momento de nuestro peronismo la consigna "alpargatas sí, libros no" tuvo un peso significativo. Y no era contra los libros, sino sólo una reacción de los humildes contra la soberbia y el desprecio con que se dirigían, a ellos y a su causa, los que se creían ilustrados.
Perón era reformista, y los imberbes, revolucionarios; el pueblo, analfabeto, y los cultos, casi todos vanguardia o gorilas. El tiempo decanta todo. Todavía los libros no lograron superar el antiguo tiempo de las alpargatas que encontraron a Perón y su causa en el 45; mientras que en las universidades de los cultos Perón fue un descubrimiento tardío de los años 70. Los del sudor hicieron su pedazo de historia, los de la tinta todavía creen que la historia empezó con ellos, cuando la contaron.
En mi juventud, el compromiso social debía encarnarse en la vida privada, la exigencia era proletarizarse, aceptar vivir de manera humilde como aquellos que decíamos intentar ayudar. Para otros, en cambio, el compromiso con la violencia permitía obviar el personal. Para mí, entre el camión, el taxi y el mercado de Abasto donde trabajé, aquel compromiso de vivir humildemente llevó más de diez años de mi vida y después vino el exilio. Por eso me asombra la cantidad de progresismo que habita en Puerto Madero y que disfruta como rico sintiendo culpa por los pobres. El presidente uruguayo sabe de compromiso y humildad, pero algunos de los nuestros, en cambio, necesitan exagerar el discurso para equilibrar con él la realidad de sus propias vidas. Puede ser que yo le haga el juego a la derecha escribiendo en La Nacion, pero algunos que nos critican se han convertido en la derecha misma, con sus costumbres y sus riquezas.
El peronismo debe ocupar su lugar y ser una parte de la futura unidad nacional y de una nueva relación entre los argentinos. Los que no estén de acuerdo que, por lo menos, no lo hagan en su nombre.
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