La nueva edad de la fe
En Opresión y resistencia, sus escritos contra el totalitarismo, George Orwell previene contra las distopias que se incuban en el mundo moderno, entre ellas lo que llama “la edad de la fe”, que sobreviene cuando se pretende el control moral de las expresiones libres, la primera de ellas la creación literaria. Para que la edad de la fe se establezca no hace falta vivir en un país totalitario; es suficiente que “bastas esferas de la imaginación se vean afectadas por las creencias oficiales”, o que estas sean decretadas por sectores de la sociedad capaces de ejercer control intelectual.
Orwell previno contra el pensamiento único basado en premisas políticas, pero no alcanzó a adivinar que en el siglo XXI “la edad de la fe” estaría determinada por el puritanismo, que en Estados Unidos rige la conducta social, y vigila celosamente la ortodoxia de las expresiones culturales. Esto ha sido así a lo largo de su historia, desde la llegada de los pilgrims a las costas de Nueva Inglaterra, como nos lo enseña Nathaniel Hawthorne en La letra escarlata; pero hoy el puritanismo vive un período de resurrección, y guía la nueva edad de la fe, bajo la amenaza de volverse global. Y va de la censura y la supresión a la prohibición y la cancelación. Una renovada fe, intransigente y cerrada, que alcanza tanto a la derecha como a la izquierda.
Si Orwell prevenía de que el orden totalitario pretende la reescritura del pasado, en esta nueva edad de la fe se pretende la reescritura tanto de la realidad como de la imaginación. Y como hay que rescribir los libros que ofenden determinadas sensibilidades, no importa la antigüedad de su publicación, esto implica también reescribir el pasado. Es lo que la filósofa Rosa María Rodríguez Magda llama “la blanda sensibilidad indignada: no se pretende modificar la realidad, sino inventarla, corregirla también retrospectivamente, y forzar el asentimiento público y legal de esa depuración: la nueva normalidad como psicosis colectiva de la corrección política”.
Desde hace muchos años se ejerce en el llamado cinturón bíblico en EEUU un férreo control de la lectura en las bibliotecas públicas y escolares, con una conspicua lista de libros prohibidos que incluye a William Faulkner y a Toni Morrison, y donde no puede leerse nada que desafíe la tesis creacionista, con lo que Darwin viene a ser un engendro del demonio. En el estado de la Florida, las juntas escolares asumen la potestad de vigilar que no entre en las aulas ningún libro “de naturaleza explícita que enseñe a los niños sobre orientación sexual y la identidad de género”.
Pero la pureza moral viene a ser abonada desde el otro lado del espectro, con el surgimiento de la cultura woke, que forma parte también de la edad de la fe. Desde esta perspectiva se demanda la modificación de las obras literarias para que sean adaptadas a “las sensibilidades políticamente correctas”: las tijeras y el lápiz rojo nada menos que en manos de las casas editoriales para adaptar lo que autores ya muertos hace tiempo dejaron escrito, y evitar así “ofender a comunidades o colectivos”. Ni Roald Dahl, ni Agatha Christie, ni Ian Fleming, escritores muy populares, con los que se ha empezado, pueden alegar nada en contra de la implacable censura de sus obras desde el silencio de sus tumbas. Para esta tarea las editoriales se asesoran de un “comité de lectores sensibles”; o sea, un santo tribunal de la inquisición.
Toda referencia, palabra o frase que evoque el colonialismo, el racismo, el machismo, la misoginia, debe ser suprimida, alterada o cambiada por expresiones neutras o benévolas. La escritura sin mancha, lavada con detergente y bien aplanchada, que es lo contrario de la verdadera literatura, fruto de la suciedad y de la contaminación, porque no hace sino reflejar el mundo como es, un mundo de seres humanos culpables e imperfectos, sobre todo, un mundo de personajes donde las conductas se contradicen y entrecruzan; al despojarlos de sus palabras se los despoja de sus pasiones, sus defectos y sus virtudes. La corrección impuesta por el censor los volverá inútiles, y por tanto falsos, y aburridos.
Está bien, se dirá, son autores que no encarnan la verdadera literatura, autores de consumo masivo, James Bond, el intrascendente inspector Poirot. ¿Qué más da? Pues ojo que en un colegio de secundaria en Manhattan fue cancelada no hace mucho una puesta de El mercader de Venecia, representada por estudiantes de séptimo curso, “debido al carácter antisemita” de la obra, según el juicio de los padres de familia. De un lado Shakespeare por antisemita en Manhattan; del otro Dickens, en el sur profundo, porque sus novelas resultan “perturbadoras” por su descarnada exposición del delito incubado en la miseria.
Si ya se empezó con sacar del escenario El mercader de Venecia, pronto llegaremos a ver Macbeth y El rey Lear depuradas por los comités de corrección puritana para librarlas de toda alusión capaz de indignar a las blandas sensibilidades. Y corregir a Shakespeare será corregir el pasado, hacer potable la época isabelina para tranquilidad de las buenas conciencias.
Y detrás vendrá Rabelais para convertir a Gargantúa y Pantagruel en personajes comedidos, alejados de toda vulgaridad y de la gula y la concupiscencia. Y no se librará tampoco Cervantes. El lápiz rojo caerá implacable sobre la escena en que don Quijote queda haciendo penitencia cabeza abajo, con las nalgas al aire, que no está bien enseñar las partes pudendas del cuerpo; y las tantas veces que Sancho dice hideputa, borradas también, y condenado el mismo Sancho por antisemita, ¿pues, no dice: “y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos?”. El Gran Hermano te vigila.