La novela política, o el triunfo de la literatura sobre la historia
Una mujer única (Planeta), del periodista Ernesto Tenembaum, ficcionaliza el poder K, e inaugura los relatos no oficiales sobre la década
Decenas de libros extraordinariamente documentados no pudieron contra una simple novela política. Quiroga, el tigre vencido de Barranca Yaco, será para siempre el Facundo de Sarmiento. Ni la historiografía liberal ni la revisionista lograron borrar esa imagen construida literariamente por un talentoso enemigo que intentaba derrotarlo con la pluma y que, por paradojas de la escritura y de la vida, terminó exaltándolo para toda la eternidad.
De igual forma, la Evita de Tomás Eloy Martínez es por momentos más vívida y real que la mujer de carne y hueso: el novelista le dio una voz íntima y conjetural que jamás había escuchado el pueblo, pendiente sólo de ese tono melodramático que utilizaba durante sus ampulosas apariciones públicas. Eva habla en su dormitorio como Tomás nos hizo creer que hablaba. López Rega también.
La literatura, en ese único sentido, venció a la ciencia histórica. Ya lo había hecho mucho antes, cuando Echeverría imaginó el horror de la patota federal en un matadero infame: los cronistas registraron cientos de episodios de aquella época controversial, pero resulta que esta pequeña ficción aparece a la distancia como más real y fresca que ninguno de todos esos expedientes y testimonios. Existen miles de teorías académicas sobre qué es el peronismo, pero la mejor definición para descifrarlo la dio un personaje ficticio de Soriano en una trama heroicómica de los años 70: "Nunca me metí en política, yo siempre fui peronista". Moori Koenig, el coronel que escondió el cadáver embalsamado de la mujer de Perón, será para siempre ese anciano paranoico y grandilocuente que Walsh logró inmortalizar en un cuento de apenas tres páginas.
Ya sea en sus formas convencionales como en sus formatos híbridos, la novela política y tal vez la ficción histórica, habitualmente en manos de periodistas que se adentraron con felicidad en el resbaloso pantano de la literatura, le dan un andamiaje a esta gran tradición cultural argentina. El género amuebla con sus recreaciones y ocurrencias nuestra memoria colectiva y consigue instalar verdades inolvidables que los hechos desnudos no inspiran. Decía John Ford que en el Oeste, cuando el mito era superior a la verdad, se publicaba la leyenda. La Argentina sigue escrupulosamente esa consigna: cuentistas y novelistas han tomado como modelo a héroes y villanos de la realidad, y han parido con ellos criaturas nuevas, superiores e imperecederas.
Cristina Kirchner es el personaje literario más enigmático y fascinante de la historia contemporánea. Los narradores aún no han conseguido, sin embargo, convertirla en novela. Esa falencia resiste al menos tres explicaciones: la admiración ideológica, la cercanía temporal y la insalubridad del proyecto. Los talentos militantes la prefieren intocada. Los otros aducen que es necesario tomar distancia cronológica, para que las figuras se cristalicen y recién entonces permitan la contradictoria plasticidad que requiere toda novelización. Más prosaicos, muchos otros temen la eventual represalia de un gobierno que premia con viajes, becas, cargos y vituallas a los narradores afines, y castiga con el ostracismo y la persecución mediática a los rebeldes y a los críticos.
Más allá de los méritos literarios, constituye por lo tanto un hito la aparición de Una mujer única (Planeta), puesto que abre la puerta a una serie de novelas sobre Cristina que seguramente se sucederán a partir de ahora, cuando el increíble ciclo teatral de épicas retóricas llegue a su ocaso.
Donde el periodismo no llega
Es lógico, por cierto, que sea un periodista puro y duro quien haya encarado esta novedosa tarea. Los reporteros suelen estar más curtidos que los escritores, y además tienen un acceso más intenso y rápido a los secretos de Estado. La prensa fue obligada durante esta década a desenmascarar el relato de ficción que la gran dama y su finado marido labraban impacientemente desde el poder. Ficción con ficción parecía, en esos tiempos, comida de tontos: ¿para qué meterle literatura a una narración oficial literaria que inventa cada día cifras y anécdotas, y que pone en escena dramaturgias perfectamente actuadas? Ernesto Tenembaum encontró una razón: alcanzar con la literatura esa zona íntima donde el periodismo no llegaba. Debe tenerse en cuenta que durante estos once años Olivos y la Casa Rosada fueron castillos prácticamente cerrados a cal y canto para los redactores que no fueran empleados directos o indirectos de la administración pública. Al revés de la década menemista, cuando trascendía cada detalle de aquella batalla circense entre celestes y rojos punzó, pocas cosas se filtran de esas torres de marfil donde los monjes cristinistas conspiran en silencio contra los hechos y donde la gran dama gobierna en su soledad radiante.
De esa precisa imposibilidad nace el deseo de un periodista por cruzar la línea e incursionar por primera vez en lo novelesco. Digamos que no lo hace con el capricho de la imaginación, sino sobre la base de su intuición personal, sus lecturas, sus tertulias, sus fuentes y también con el amplio conocimiento de veterano cronista. Su propósito es narrar la trastienda, y además explicarse y explicarnos, sin falsos moralismos y con toques políticamente incorrectos, las quizás inevitables crueldades que implica gobernar un país cainista y salvaje. No lo hace para escándalo de las almas bellas, ni para justificar a los autoritarios y venales, sino para trazar una topografía auténtica del planeta político.
Acaso lo más inquietante de su narración sean los oníricos monólogos que la Presidenta se prodiga en el aislamiento de Olivos, durante aquel mes en que se vio obligada a guardar reposo luego de que le extirparon un hematoma de su cabeza. El autor leyó todos sus discursos y elaboró momentos de gran verosimilitud, donde la patrona de Balcarce 50 se hace preguntas inquietantes y se responde de manera lúcida y descarnada. En uno de los tramos finales le habla, por ejemplo, al fantasma de Néstor: "No era nuestro destino esa provincia rústica, desértica y rica, sino un trampolín. Por mucho tiempo, las luchas fueron de otros, la memoria fue de los otros, la coherencia fue de los otros. Porque nosotros buscábamos el poder. Eso me lo hizo entender desde joven: sin poder, no hay nada. No nos dejemos engañar por las causas nobles. Quien quiera concretarlas que primero se haga del poder. Seamos ubicuos, calculadores, ahorrativos. Y lo entendimos. Y apretamos los dientes una y otra vez. Y pactamos con el enemigo, porque así también se construye. Y fuimos todo eso: ubicuos, calculadores, avaros, crueles, insensibles. Y en cada época, en lugar de ser héroes, vos me lo enseñaste, preferimos construir poder, y luego dinero, y más poder, hasta que llegamos al verdadero poder. Tenemos historia. Los patriotas tienen historia. Hay que desconfiar de los que no tienen historia. Nosotros la tuvimos. Sólo no tienen historia los mediocres y los traidores a la Patria".
Lo interesante de esos soliloquios es que contienen ráfagas de líneas extraídas de sus cadenas nacionales, donde Cristina suele dejar trascender de sí misma mucho más de lo que somos capaces de oír. "En la vida se muere y se renace muchas veces, que no me digan que no -reflexiona en su aislamiento-. ¿No debo haber sido yo una gran arquitecta egipcia, una locomotora, una abogada exitosa, la madre de todos los argentinos, la más odiada, la más insultada, la más vejada? ¿No renace el hijo pródigo cuando vuelve a su hogar y se reencuentra con él mismo? ¿No fuimos nosotros eso? Yo sé que sí. Cuando descolgaste ese cuadro y gritaste al mundo que pedías perdón en nombre del Estado argentino, volvimos a ser nosotros, recuperamos lo que habíamos dejado de ser para construir poder, y ser nosotros mismos".
Durante esta incursión al pensamiento privadísimo de la Presidenta, el autor tenía en mente, entre otros novelistas, a dos mexicanos: Héctor Aguilar Camín y al Carlos Fuentes de La silla del águila. Pero el resto de su novela rinde también tributo innegable a Jorge Asís, dado que Una mujer única puede leerse en clave: allí están de algún modo transfigurados pero reconocibles funcionarios que podrían ser Zannini, Parrilli, Moreno, Kicillof, y figuras todopoderosas y crepusculares como Julio Grondona. Los temas son actuales: La Cámpora, la culpa de los 70, la corrupción, las mafias, los barrabravas, el narcomenudeo, las teorías conspirativas y el denso erotismo que corre por los pasillos del poder. Siempre bajo el imperio de entender.
Pero también con el espíritu de Camus: "Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen".
Anticipo
El espejo de Evita y la patria llena de retratos
¿Se habrá dado cuenta el locutor de lo que decía? El que lo escribió: ¿se habrá dado cuenta? Porque no dijo que murió, que falleció o que dio su último adiós, esos lugares comunes. No dijo exhaló su último suspiro, se despidió de la vida, nos dejó solos para siempre. Dijo: "A las 20.25 la señora entró en la inmortalidad".
No puede haber sido casualidad.
No creo en las casualidades sino en las cau-sa-li-da-des.
Y si dijo que a las 20.25 entró en la inmortalidad, debe ser que alguien lo pensó, que quiso decir lo que decía, que no se le escapó, y si se le escapó por algo era, porque en el fondo era eso lo que quería decir. Alguien dijo en ese momento terrible, no digas que murió, que pasó a mejor vida, que falleció, que dio su último adiós, o que exhaló su último suspiro. Eso es lo que diría cualquiera de cualquiera. Decí, le dijo alguien a ese locutor o se le ocurrió a él, que pasó a la inmortalidad.
Y eso dije yo rodeada de antorchas, y de pañuelos blancos, a las 20.25 de ese mismo día, no sé cuántos años después, en el mismo lugar donde ella se abrazó con el General, como yo con vos, el día en que 2 millones de trabajadores le pidieron que fuera vicepresidenta, y donde ahora yo misma me ocupaba, porque así lo quiso la historia, de que ella entrara definitivamente en la inmortalidad.
La muerte es nada si uno en lugar de morir entra en la inmortalidad, a las 20.25. Eso dije: "Y yo la verdad que cuando recién escuchaba la voz de este locutor que, tal vez, cuando dijo «su pase a la inmortalidad», no pensó el exacto sentido de esas palabras, no pensó que estaba afirmando una verdad histórica: su pase a la in-mor-ta-li-dad. Porque ella, la más odiada, pero la más amada; la más agraviada, insultada y descalificada, pero la más venerada; la más vejada, entraba eternamente victoriosa, mirando a la historia definitivamente, con el amor de su pueblo, en la inmortalidad".
Yo también hice, como ella, algunas cositas para que me odiaran, igual que a ella, los mismos que a ella. Pero no quiero decirlo porque mañana, en la tapa de los diarios, van a decir que me quiero parecer a ella. Se creen que soy idiota.
Me acuerdo exactamente de cómo se me ocurrió la idea. Había estado en Cuba en enero de 2009. Y en el homenaje en la Plaza de la Revolución a José Martí, vi la imagen del Che, representado en el Ministerio en el que él trabajaba. Y allí pensé: ¿cómo es posible que una sociedad homenajee a un hombre que no es de su país y nosotros no tengamos un homenaje a una mujer que significó no solamente el ingreso de las mujeres a la política argentina, no solamente la revolución social más importante de nuestra historia, sino que asumió, sin cortapisas, la representación del pueblo y de la Patria, tal vez con más pasión y amor que nadie?
Yo pedí que las luces fueran de color ocre, representando al sol de la bandera y que los pilares que la sostuvieran fueran la bandera de la Patria. Yo pedí que Evita fuera grande. Tan grande como sea posible, exigí. Que la vean. Que la disfruten los que la amaron. Y que la soporten los que la odian y me gritan yegua puta chorra montonera. ¿O no tuvimos que soportar nosotros, el pueblo, tanto tiempo, los símbolos de la oligarquía? Somos más. Entérense. Nos van a tener que aguantar. Más grande, dije. Todo el ancho del edificio. Tan alto como se pueda. Si los cubanos lo hicieron con el Che, ¿por qué nosotros no? [...]
He llenado mi vida de símbolos. Ese cuadro es el que más quiero: el de Bettanin, padre de tres desaparecidos, pintor olvidado, injusta, no casualmente olvidado, con esa mujer en el centro que nos simboliza a todas: con el mejor Perón, el que se rodeaba de nosotros. Pero hay otros cuadros, imágenes, espejos de mí misma. Colgado, por ejemplo, a la entrada del Salón de Nuestras Mujeres está En marcha: ahí estoy, entre otras, junto a Evita, a una Madre con un pañuelo blanco, y varias desconocidas, en camino al futuro, con mi pelo colorado mirando, rara, hacia la izquierda. En el salón de conferencias pusimos Nuestra diva, que pintó una mujer extraña, dentro de una colección donde me ubicó con otras grandes mujeres: Greta Garbo, Josephine Baker, Billie Holiday, Coco Chanel y, por supuesto, Evita. [...]
La muerte no existe. Lo dije esa noche, o recuerdo desde esta cama, cómoda como una nube, que lo dije esa noche. Gobernar es también llenar la Patria de retratos, subir cuadros, bajar cuadros, inundarla de cuadros. ¿O no se dieron cuenta?
¿Estarán cuidando como corresponde esos retratos, todas esas imágenes, a vos, en el Salón de Nuestros Mártires, al Bettanin en mi despacho, al En marcha, a las dos Evitas? ¿Sabrán que la muerte no existe, recordarán lo importante que es entrar, a las 20.25, ahora, en un rato, inevitablemente, en la inmortalidad?
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