¿La neurociencia puede explicar el voto?
Observado en el laboratorio, el esquivo territorio de la ideología revela sus aspectos más inconscientes
La ideología y el voto, dicen tres investigadores en neurociencia del Conicet, tendrían un anclaje sustancial en las emociones y la biología, lejos de la imagen de seres pensantes que nos gusta construir frente al espejo. Cuando la crisis arrecia, la dinámica se fortalece y nos replegamos en los instintos de supervivencia más básicos. Contra los postulados de Jean-Jacques Rousseau y del Siglo de las Luces, el hombre natural y el hombre histórico son uno solo. Los genes nos hacen marchar, confusos y aturdidos, a un futuro común impredecible.
Decisiones complejas
El empirismo no alcanza para explicar la política. Las diferentes visiones de la realidad se enraízan en diferencias en los sistemas sensoriales. Tener el mismo objeto frente a los ojos no alcanza para que dos personas vean lo mismo, e incluso el lenguaje puede cambiar la manera en que percibimos los colores. Si aceptamos que la biología y la cultura nos atraviesan hasta ese punto, ¿qué sentido tiene pensarnos equilibrados y objetivos a la hora de votar?, se pregunta Pedro Bekinschtein -biólogo y doctor por la Universidad de Buenos Aires- en Neurociencia para (nunca) cambiar de opinión (Ediciones B), un libro que recorre los mecanismos psicológicos y cognitivos involucrados en la resistencia al cambio de visión.
Entonces, ¿las posiciones políticas podrían tener una base biológica? Juan Carlos Godoy, doctor en Psicología con una maestría en Neurociencias, responde que "en su búsqueda por identificar las bases de los procesos de voto, las neurociencias confirmaron en los últimos años la relevancia de las estructuras del cerebro implicadas en la toma de decisiones (como la corteza prefrontal) y el procesamiento de las emociones, como el sistema límbico". Lo consiguieron en experimentos donde los participantes emiten una respuesta ante un estímulo o deciden entre varias opciones. Las imágenes de las resonancias muestran áreas de mayor o menor activación, y esos "encendidos" se asocian con la ideología, tras una serie de inferencias sobre las que no siempre hay acuerdo (a veces, esos estudios no llegan a replicarse en otros laboratorios).
Un estudio en el que participó Colin Firth -sí, el actor- se preguntó si la cantidad de materia gris en distintas regiones cerebrales tenía relación directa con la ideología. Las imágenes mostraron que el mayor volumen en la corteza cingulada anterior, responsable de inhibir una acción, se asociaba con el liberalismo (en el sentido anglosajón). Los conservadores, en cambio, tenían más desarrollada la amígdala, muy vinculada a las respuestas emocionales y a la menor tolerancia a estímulos percibidos como negativos. Sus reacciones a las llamadas campañas del miedo o a la idea de que los inmigrantes llegan para quitar el trabajo de la población local suelen ser más intensas.
No somos tan racionales
Aunque "la ideología se adquiere durante nuestras experiencias en la vida, la crianza familiar o el paso por el sistema educativo", aclara Bekinschtein, "hay variantes genéticas asociadas con rasgos de personalidad que pueden predisponer a ideologías particulares". Si una persona tiene el rasgo conocido como "apertura a la experiencia", va a viajar más y conocer gente más diversa, por ejemplo. Si no lo tiene, probablemente se refugie en un círculo que lo exponga menos a la diferencia. A partir de esas estructuras emocionales, se construirían los sesgos ideológicos.
No somos equilibrados, no somos objetivos y -muchas veces- tampoco somos racionales. ¿Por qué cierto porcentaje de los votantes elegiría a un candidato determinado, aun sospechando que podría no cumplir sus promesas? La neurociencia llama disonancia cognitiva al conflicto entre las creencias (por ejemplo, nuestra autopercepción como personas solidarias) y las acciones (por ejemplo, votar a un candidato al que no lo desvela la pobreza). Para soldar ese quiebre, apelamos al razonamiento motivado: la construcción de caminos mentales que lleven a la conclusión de que seguimos siendo buenas personas. Ese contorsionismo se confirma en las imágenes cerebrales, donde "se activan las áreas que buscan las experiencias que coinciden con la creencia a la que queremos arribar, y descartan las que no", explica el especialista. Cuando se resuelve la disonancia, se activan los circuitos relacionados al placer y la recompensa.
Incertidumbres
"Votar es una elección que dista mucho de ser racional. Está fuertemente influida por aspectos que nos activan componentes emocionales, como el miedo o la ira", agrega Godoy, que dirige el Laboratorio de Psicología de la Universidad Nacional de Córdoba y el Conicet. "Buena parte de la ciudadanía está dispuesta a votar en contra de sus propios intereses, aun si se les provee de evidencia para que puedan decidir de otra manera". Las creencias, las opiniones y los valores son modelados por factores a veces inconscientes, con lo cual no siempre tenemos una oportunidad real de pensar críticamente sobre nuestras elecciones, justifica. Y aunque identifiquemos el voto con razones económicas o culturales, la decisión también está expuesta a las estrategias de campaña, al impacto de los liderazgos y a las normas de nuestro grupo de confianza. No obstante, en escenarios de alta sensibilidad e incertidumbre, los componentes ideológicos o partidarios clásicos tienden a ceder ante los aspectos "evaluativos" (la accountability anglosajona), como la definición por resultados. Las elecciones pueden reforzar otros procesos, como el miedo a situaciones amenazantes, ya sean reales o ficticias.
Bekinschtein vuelve a los laberintos del cerebro para explicar por qué nos resistimos a creer una información negativa sobre el candidato que apoyamos. Se llama escepticismo motivado: analizamos de forma minuciosa los datos incongruentes con nuestras ideas. Cuando predomina el sesgo de confirmación, en cambio, tendemos a ignorarlos. Solo dudamos cuando nos conviene.
El difícil trabajo del acuerdo
Cuando enfrentamos evidencias que no coinciden con nuestras creencias, tomamos uno de los atajos mentales favoritos del homo sapiens: fortalecer las viejas ideas en vez de actualizarlas. Por eso es tan difícil conversar con alguien con una postura política diferente. "Ante la misma información, no podemos entender que el otro vea algo que no vemos o nos explique una interpretación que para nosotros claramente no tiene pies ni cabeza", escribe Pedro Bekinschtein. Todo depende de qué lado de la grieta estemos.
Ese término irritante y desgastado no es una exclusividad nacional. "La brecha entre demócratas y republicanos en Estados Unidos comparte muchas características con la nuestra", advierte Juan Carlos Godoy. "Aunque se trata de procesos inconscientes, algunos sesgos cognitivos de la política, como la tendencia a la deshumanización, conducen a mentalidades de ?nosotros contra ellos' y se filtran en la retórica de una manera que refuerza las grietas". El proceso supone un beneficio cerebral: decidir en un mundo binario conlleva menor desgaste.
La polarización afectiva es uno de los mayores costos de la grieta. "No solamente disentimos con las personas que piensan distinto, sino que desconfiamos, las odiamos y no estamos dispuestos a socializar con ellas", se lamenta Joaquín Navajas, que participó en un estudio que confirmó que, mientras más extremas son las opiniones de alguien de nuestro lado, mejor nos caerá, y que el rechazo por los demás se extiende a los indecisos. Cuando la polarización colectiva refuerza los instintos tribales, emerge el "sesgo de homogeneidad exogrupal": pensamos que las personas del otro lado de la grieta son todas iguales, mientras que de nuestro lado hay diversidad. "La decisión del voto se convierte en una apuesta por un país más inclusivo, tolerante y moralmente superior, con lo absurdo y paradójico de que ambos grupos piensan exactamente lo mismo", razona Navajas.
Todo se potencia en tiempos electorales. "Las campañas explotan los sesgos cognitivos con que percibimos nuestro entorno y operan para generar reacciones emocionales como el miedo o el enojo -describe Godoy-. Una crisis actúa como una lente de aumento que magnifica esas tendencias y nos vuelve más vulnerables a la manipulación". Así, se refuerzan el deseo tribal de pertenecer a la manada, que se convierte en un refugio donde resguardarse y desligar la responsabilidad sobre las opiniones y decisiones propias. Lo diverso cede ante lo homogéneo y lo individual ante lo colectivo.
El cóctel también incluye eventos aleatorios. En 2010, un estudio de la Universidad de Stanford determinó que el oficialismo sumaba votos cuando el equipo de básquet o de fútbol americano de una ciudad ganaba una final en los días anteriores a las elecciones. Si el equipo perdía, en cambio, la oposición ganaba terreno.
¿Es posible salir de la tribu? A veces no -los genes y las emociones siguen ahí-, a veces sí. "Lo importante no es ser objetivo, eso es imposible -aclara el especialista-, sino compensar esos sesgos para intentar ser menos parciales a la hora de tomar decisiones". En 2016, Navajas estudió si grupos de personas con opiniones muy distintas lograban acordar sobre cuestiones polarizadas al extremo. "El principal descubrimiento fue que se pueden construir consensos si las personas debaten cara a cara, algo que ocurre poco en tiempos de redes sociales".