La necesidad de una limpieza a fondo
Con su renuncia, más que clausurar su pontificado, Benedicto XVI ha encontrado el modo de componer un gesto de una magnitud acorde con la de los desafíos de todo orden que afronta la humanidad y, con ella, la Iglesia. Un gesto capaz de conmover, de descentrar, de convocar e interpelar no sólo a los cristianos y a los creyentes.
Sin precedente históricamente comparable, la decisión sorprendió , aunque el Pontífice la venía madurando desde hacía meses, después de su agotador viaje a México y Cuba y pese a haberla mentado públicamente hace más de dos años.
Fue en el verano de 2010, en diálogo con el periodista Peter Seewald, cuando habló de la posibilidad de la renuncia de un pontífice. "Se puede renunciar en un momento sereno o cuando ya no se puede más, pero no se puede huir en el peligro", fue la respuesta recogida en el libro Luz del mundo a la pregunta de si había pensado en renunciar en medio de los escándalos de pedofilia.
Más aun, si quien ocupa la Cátedra de Pedro llega a reconocer que física, psíquica y mentalmente no puede ya con su encargo "tiene el derecho y en ciertas circunstancias también el deber de renunciar", afirmó entonces el Papa. Y ahora, antes de cumplir ocho años de pontificado, fue fiel a aquella concepción sin dejar de reconocer que el ejercicio del primado no sólo se cumple con obras y palabras, sino también con sufrimiento y oración.
Una concepción que Ratzinger había dejado entrever en los años de sufrimiento y declinación de su predecesor, un tiempo que entendió como valioso porque la lección del papa sufriente era un magisterio testimonial que sobrepasaba las palabras. Diríase que la simiente de este gesto casi fundacional puede encontrarse en la jaculatoria de su último conclave: "Señor, no me hagas esto! ¡Tienes a otros más jóvenes y mejores!".
Fue lo que experimentó en aquella instancia crucial, porque con el Concilio Vaticano II creía que el papa sólo puede ser el primero dentro del conjunto y no un monarca absoluto que toma decisiones solitarias.
Casi 25 años en la curia vaticana junto al beato Juan Pablo II, pocos como el primer papa que renuncia en seis siglos conocen a la Iglesia, sus enormes desafíos y dificultades. A él le tocó lidiar con la tragedia de los abusos, imponer la tolerancia cero y decir palabras definitivas: "Ha sido estremecedor para todos nosotros? De pronto, tanta suciedad ha sido como el cráter de un volcán del que de pronto salió una nube de inmundicia que todo lo oscureció y ensució".
Su pontificado apuntó a una renovación interna de la Iglesia que significa encontrar dónde se están arrastrando cosas superfluas, cosas inútiles, a la vez que buscar cómo se puede lograr mejor la realización de lo esencial para que "seamos realmente capaces de escuchar, vivir y anunciar en este tiempo la Palabra de Dios".
Un panorama que acaba de actualizarse: Benedicto XVI termina de convocar y presidir casi a diario una nueva sesión del Sínodo de Obispos, la mayor expresión de colegialidad en el gobierno de la Iglesia, cuyo funcionamiento buscó remozar para abrir mayores espacios de diálogo y escuchar sin atenuantes ni mediaciones demandas y reclamos.
Reiteradas veces, dijo el Papa, examinó su conciencia ante Dios para confrontar ese panorama del mundo y de la Iglesia y concluir que carecía del necesario vigor para cumplir con su misión. Sus fuerzas y su lucidez alcanzaban para vislumbrar con claridad que era el momento del gesto liminar.
Como concluyó su interlocutor de Castel Gandolfo, Benedicto XVI quiere que su Iglesia después de los terribles casos de abuso y extravíos se someta a una suerte de limpieza a fondo. Después de discusiones tan infructuosas y de ocuparse de forma paralizante de sí misma, parece indispensable conocer por fin de nuevo el misterio del Evangelio en toda su grandeza cósmica.
La histórica decisión del Papa abre en sí misma una instancia nueva, diferente, mayúscula, como lo son los interrogantes de este tiempo. Con el valiente reconocimiento de su debilidad, con ese gesto sin precedente, Benedicto XVI ha escrito su mayor encíclica, ha sacudido las entrañas de la Iglesia e invitado a los seguidores de Jesús a recorrer el sendero de una nueva era.
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