La necesidad de una delegación legislativa acotada
La delegación legislativa, es decir, el encargo que puede realizar el Congreso a otros órganos, en particular al Poder Ejecutivo, para que regulen una determinada materia que corresponde a la competencia del Poder Legislativo, no estaba contemplada en la Constitución Nacional. Tampoco lo estaban los decretos de necesidad y urgencia, ni los decretos de promulgación parcial de leyes.
La única potestad que podríamos llamar legislativa (en un sentido amplio del término) se circunscribía a los decretos reglamentarios. En estos, el Poder Ejecutivo solo puede precisar algunos detalles o cubrir algunos vacíos de la ley, así como fijar ciertos procedimientos administrativos para ponerla en ejecución. Es una atribución que no prevé expresamente la Constitución de los Estados Unidos, que fue la principal fuente de nuestra ley fundamental, aunque en ese país, con menor frecuencia y alcance, las “executive orders” han cumplido a veces esa función.
En todo el mundo, a partir del siglo XX y especialmente luego de la década del treinta, la delegación fue haciéndose habitual, estimulada por las crecientes competencias de la administración y los requerimientos del Estado de Bienestar. También, las crisis económicas (la depresión o las inflaciones muy altas) fueron señaladas en muchas oportunidades como justificativos para la necesidad de la adopción de medidas rápidas que pudieran paliarlas, con una celeridad que solo puede imprimir, en los presidencialismos, el Poder Ejecutivo, por su carácter unipersonal.
Fue este último uno de los argumentos de nuestra Corte Suprema en el fallo “Peralta”, de principios de la década del noventa, para convalidar el decreto de necesidad y urgencia dictado por el presidente Carlos Menem que puso en marcha el Plan Bonex.
En general, los administrativistas tuvieron una actitud más tolerante con las delegaciones legislativas que los constitucionalistas. Acaso sea esta una notable manifestación práctica de la diversidad y difícil compatibilidad de fuentes respecto de esas dos ramas del derecho público: el derecho constitucional, de origen norteamericano, y el derecho administrativo, de origen continental europeo, fundamentalmente francés.
Desde mediados de la década del cuarenta, nuestro país asistió a un uso cada vez más expansivo de la delegación, al que la justicia, que en el plano teórico seguía manteniendo el criterio de que la Constitución no la permitía, no le ponía coto en forma eficaz.
Admitido que alguna forma de delegación es inevitable en Estados en los que las demandas sociales, en muchas ocasiones alentadas por un constitucionalismo social tan noble en sus aspiraciones como quimérico en la concreción efectiva de tales anhelos, no cesan de incrementar los requerimientos de la administración, el punto a resolver no es ya si en forma tajante se las admite o rechaza, sino cómo se les pone un quicio para que no terminen vaciando de contenido al Poder Legislativo y se conviertan en uno de los instrumentos más característicos del hiperpresidencialismo.
La reforma constitucional de 1994, uno de cuyos objetivos fue atenuar el presidencialismo, decidió darle una regulación constitucional a la delegación. Lo hizo de un modo parecido, aunque menos tajante en su lenguaje, al usado para la regulación de los decretos de necesidad y urgencia: establecer como regla la prohibición y luego señalar en qué casos se admitían las excepciones.
Así, incorporó el texto del actual artículo 76, que dispone en su primer párrafo: “Se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o emergencia pública, con plazo fijado para su ejercicio y dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca”.
Si bien se suele reprochar que en este caso, como en el de los decretos de necesidad y urgencia, la prohibición inicial de la frase queda desmentida por las salvedades posteriores, se trata, sin embargo, de una pauta exegética clara, dado que señala cuál es el principio general, cuyo abandono debe interpretarse siempre restrictivamente.
Respecto de los temas que pueden ser objeto de delegación, la expresión “materias determinadas de administración” acusa cierta vaguedad en cuanto a cuáles son esas materias, aunque es bueno que se indique que deben ser “determinadas”, lo que debe entenderse como opuesto a genéricas.
No se pueden delegar, por cierto, las materias que exigen un procedimiento legislativo especial o mayorías especiales. Tampoco, sin dudas, las materias prohibidas para los decretos de necesidad y urgencia (penal, tributaria, electoral o de partidos políticos), aunque no estén expresamente vedadas en el artículo 76, porque sería absurdo que lo que se le prohíbe al Ejecutivo tajantemente en el artículo 99, inciso 3, se le permitiera de esta forma indirecta. Con relación a esas materias rige con plenitud el principio de legalidad.
¿Puede delegarse la modificación de los códigos de fondo? No son materias de administración, por lo que en principio no, pero podría ser viable la delegación en ciertos casos de emergencia pública, bien entendido que en tales circunstancias la delegación tiene que tener una relación estrecha con tal emergencia. Dicho de otro modo, la invocación de la emergencia no se puede interpretar como una autorización genérica al Poder Ejecutivo para reformar toda la legislación que le parezca conveniente.
La Constitución exige además un plazo para el ejercicio de la delegación y el establecimiento de las bases, es decir, de la orientación que se le debe dar al Poder Ejecutivo, aunque en la práctica este extremo suele ser expuesto de manera muy vaga.
En el caso de la llamada ley ómnibus que actualmente considera el Congreso, no puede dudarse de que la Argentina atraviesa una grave emergencia pública. Sería ocioso reiterar los indicadores de inflación, estancamiento, pobreza y marginalidad que demandan medidas drásticas, cuya puesta en marcha no puede demorar. Esa devastadora situación justifica que el Congreso apruebe algunas delegaciones legislativas en el Poder Ejecutivo que le permitan a este actuar con eficacia para poner en marcha políticas que tiendan a revertir en el menor tiempo posible las causas del desastre ocasionado por el populismo al que la sociedad repudió hace pocas semanas en las urnas.
Tan cierto como eso es que dichas delegaciones no deben superar las necesarias que exija la emergencia. No se trata de que el Congreso abdique de sus atribuciones constitucionales, sino de que comprenda cuál es, en esta hora dramática, el mejor camino para iniciar un proceso de estabilización y desarrollo. En cuanto al plazo que la Constitución exige, entiendo razonable que no supere el de un año. Y las bases de la delegación deberían ser todo lo precisas que se pueda. En una República puede haber ocasionalmente la necesidad de reforzar ciertos poderes de manera transitoria, pero jamás se puede consentir la concesión de cheques en blanco.
En ese marco, los bloques parlamentarios más responsables y constructivos sabrán estar a la altura del desafío; de los otros, solo son esperables las maniobras obstructivas bajo el hipócrita ropaje de un republicanismo que, como han dado sobradas muestras, no forma parte de sus ideas.