La Navidad y los valores que nos humanizan
- 4 minutos de lectura'
En un breve ensayo recordaba Octavio Paz que entre los libros de su infancia uno lo impresionó de modo particular. Se trataba de una de sus primeras lecturas poéticas, en cuyas páginas encontró la siguiente copla: En un portal de Belén/ nació un clavel encarnado/ que por redimir al mundo / se volvió lirio morado. “En estos cuatro versos –sintetiza– está todo el cristianismo, su historia y sus misterios. Más exactamente, sus dos grandes misterios, que son también los de cada uno de nosotros: el nacimiento y la muerte”.
Este poema nos sitúa frente al misterio que recuerda la Navidad explicado a través de imágenes y ritmos: “El clavel es el niño Jesús y es encarnado porque esa flor popular es una imagen de la encarnación del espíritu en la carne del hombre. El lirio es una flor espiritual, eclesiástica y el morado es un color que está entre el rojo carmín y el azul celeste: es el color de la transfiguración de la sangre en el sacrificio”, interpreta el escritor mexicano.
El simbolismo de los colores, sus transformaciones y el cambio del clavel en lirio nos revelan el secreto de la redención. La sencillez y profundidad de estos versos populares nos devuelven el valor espiritual de esta fiesta que, bombardeada por los hábitos de consumo y la superficialidad, ha quedado despojada de su auténtico contenido y corre el riesgo de convertirse en una celebración banal.
Aunque el origen histórico de la Navidad pueda relacionarse con los ritos de renovación del solsticio de invierno y las fiestas Saturnales de Roma, la celebración cristiana aporta un significado nuevo. Es la revelación de la luz, del logos, de la verdad. Se celebra la llegada de Dios hecho hombre, del Mesías, que anuncia mucho más que el fin del invierno: es el fin de toda maldad, injusticia y falsedad. Frente al misterio de la encarnación se descubre una nueva consideración de la vida de cada persona y de toda la humanidad: la eternidad y el tiempo se encuentran en nosotros, en nuestro mundo, en nuestra historia.
Sin atisbo de duda, la Navidad reúne valores que pueden leerse más allá de la devoción cristiana en tanto nos interpelan en dimensiones profundamente humanas y existenciales. Es un período especial de renovación, solidaridad, encuentro. Para San Agustín, la gran paradoja de Belén es la humildad. El pesebre despojado y pobre donde nace el niño Jesús pone de manifiesto la sobriedad y la austeridad. ¿No podríamos leerlo como una oportunidad para repensar nuestra dependencia excesiva de las cosas? ¿De cuestionar nuestra “cultura del descarte”? ¿De reformular la lógica materialista y el vacío de sentido?
Por su parte, Edith Stein afirma que la Navidad es “una fiesta de amor y de alegría”. La filósofa se refiere con estas palabras no simplemente al orden del sentimiento sino a la necesidad de abrir los ojos frente a los valores fundamentales que seguramente todo hombre anhela para su vida: el amor, la alegría y la paz. Stein subraya, además, la evidencia del destino humano de que todos somos uno; el dolor del otro es mi dolor porque es mi hermano. Nuestro “prójimo” es todo aquel que en cada momento está delante de nosotros y que nos necesita, independientemente de quién sea, desafiando nuestros prejuicios. ¿Cómo nos interroga, entonces, esta celebración acerca de la aceptación del otro, de la solidaridad con el hermano, de la esencialidad de nuestras relaciones?
En una época de desigualdades, odios, guerras absurdas y dataísmo salvaje, reflexionar sobre estos valores nos humaniza, nos devuelve la esperanza perdida y acaso nos reoriente hacia el amor, don que en palabras de Borges “nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad”.
Directora de la Escuela de Filosofía USAL