La música en vivo, un refugio en la era pospandemia
Qué habrá pensado William M. A. Broad el martes pasado cuando desde las tribunas de un Luna Park atiborrado de almas llegaba un enfervorizado “Billy, Billy, olé, olé, olé, Billy…” Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero en la cara de este hombre de 66 años solo había felicidad y esa media sonrisa torcida que lo caracteriza. William, o sea, el mismísimo Billy Idol, estaba parado en el escenario con una bandera argentina en el cuello y no se quería ir más. Exactamente a la misma hora, y a 20 minutos de distancia, 50.000 personas desbordaban el Campo de Polo para asistir al primer show de Dua Lipa, una artista hiperpop que sacó su disco Future Nostalgia en plena pandemia. El martes fue apenas un botón de muestra de lo que está ocurriendo en la Argentina con la fiebre de los shows en vivo. Con festivales y recitales masivos, la industria del entretenimiento le escapa a la crisis y se reactivó en todas las escalas. Pero ¿qué está pasando? Al parecer, el fenómeno no solo es argentino y comenzó a ocurrir en todo el mundo tras la angustia del encierro y la pandemia. La música apareció como una especie de sanación contra la idea oscura y objetiva de que el mundo podría terminarse con el Covid. Al diluirse la amenaza, los conciertos afloraron como la experiencia vital para dejar atrás la pesadilla sin importar precios y, ni siquiera, actualidad o estilo de los artistas. De aquí a fin de año se realizará en Buenos Aires al menos un show por noche en lugares que superan las 5000 personas de capacidad, es decir, más de 100 presentaciones con el cartel de sold out colgado como clave de época. En contraposición con la crisis económica y una inflación que ya asciende al 78 por ciento, los tickets vuelan. Los 10.000 pesos que costó una entrada común para Dua Lipa parece poco frente a una moneda que se derrite en los bolsillos. “De la pandemia salimos con las emociones más al borde en nuestros estados de ánimo; pasamos de un hábitat viral a uno emocional, dominado por pulsiones y emociones en lugar de razones”, explica el CEO de la Consultora W, Guillermo Oliveto, uno de los pocos que empezaron a analizar desde el comienzo el “destape” recitalero argentino. Cuando en tiempos pandémicos se hablaba de la “nueva normalidad” pocos avizoraban que, en realidad, sería la vieja normalidad exacerbada al máximo: carpe diem. “Es algo que está ocurriendo en todo el mundo. Como un efecto pospandemia. Pero, aparte, el crecimiento del consumo de música en plataformas digitales hizo que se incrementaran también los consumos de música en vivo”, explica el productor Daniel Grinbank. “En la Argentina se incorporó una nueva generación muy consumidora de música que está volcada fundamentalmente al trap, que creció en pandemia y no podía ir a los shows”, agrega. En el horizonte cercano aparecen los diez estadios de River que agotó Coldplay, el Primavera Sound, C Tganaan, Bad Bunny, Mon Laferte y todo un convoy de artistas nacionales e internacionales que hasta antes de 2020 podían definirse como “ascendentes” y que, ahora, revientan localidades en unas pocas horas. En los años de encierro, mientras las noticias pasaban por otro lado, germinó todo un ecosistema musical que incluye también la facilidad para hacerse de una entrada a través de las ticketeras y billeteras digitales, un mecanismo que incluso ya se utiliza en pequeños recitales del under porteño. Este método rápido y transparente para estar en el lugar correcto en el momento correcto, sumado a la promoción de los shows entre los fans a través de las redes sociales, terminó de cristalizarse puertas adentro con las presentaciones de los artistas de manera virtual en pandemia. Pequeños detalles, pero decisivos. Contra lo que decían los gurúes de la nueva normalidad, el desahogo expiatorio terminó canalizándose de una manera bastante atávica: música, baile, celebración colectiva y disfrute. “Después de tanto malestar, el bienestar no tiene precio”, sintetiza Oliveto.
Pero la fragilidad del deseo también aparece un poco más adelante en el panorama. En un país donde arrecia la crisis, sobre todo en los segmentos más jóvenes, toda música puede sonar desafinada. ¿Hasta cuándo va a durar? Es la pregunta que empiezan a hacerse muchos productores, aunque nadie se anima a efectuar pronósticos. No obstante, al menos Buenos Aires es una ciudad singular que siempre sostiene lo que parece imposible. Es la capital sudamericana de la cultura rock. Muy pocas urbes en el mundo (Londres, Nueva York y Los Ángeles) tienen una escena tan efervescente de artistas y bandas tocando todas las noches de la semana sin importar nada. Así fue que, cuando el reloj marcó ese minuto uno de reapertura, los pequeños centros culturales y locales del under que permanecían cerrados explotaron al grito de “queremos tocar”. Y, más allá de los cálculos del show business y el futuro de los grandes recitales internacionales, la música seguirá rugiendo porque, a 10.000 o a 500 pesos, ya es un patrimonio de este rincón del mundo.