La música del azar
Cuando la limusina blanca estacionó frente a Blue Note, ya estábamos casi congelados. Fue este último enero, en Nueva York. El show empezaba después de la medianoche, pero habíamos decidido llegar con bastante anticipación para asegurarnos un buen lugar en esa cueva legendaria del jazz. Lo que no habíamos imaginado era una espera de más de media hora en la vereda, cuando la ola de frío polar que castigaba el hemisferio norte ya era noticia hacía varios días.
En eso estábamos, leyendo el programa que nos habían dado en la boletería -sabíamos poco de la artista que cantaría esa noche-, frotándonos las manos, moviéndonos todo el tiempo sobre la misma baldosa para darnos calor, cuando la limusina estacionó justo al lado de nosotros, casi a la entrada del lugar. Alguien abrió la puerta trasera y del interior emergió no una estrella, no la diva que anticipaba ese vehículo, ícono del lujo y el glamour, sino una chica de sonrisa amigable y casi tímida, vestida así nomás, con una pollera larga floreada y en zapatillas, que se puso a saludar uno por uno a quienes desafiábamos la noche gélida para escucharla cantar. Tenía sobre los hombros una camperita de jean y llevaba en la mano un par de botas blancas de cuero. Así, del final hacia adelante, empezó a recorrer la fila, no más de 20 personas en ese momento, y con cada grupito de gente, turistas o no, se quedó charlando unos minutos, mientras agradecía la espera a la intemperie y se sacaba fotos con quien se lo pidiera. Un rato después, ya acomodados en nuestra mesa al lado del escenario, la vimos entrar, las botas blancas en sus pies, una guitarra criolla entre manos, la misma sonrisa enorme, luminosa, y esa sencillez, ese aplomo. Como si no tuviera apenas 23 años, como si no fuera -supimos después- una de las primeras veces que cantaba en ese templo del Greenwich Village donde se presentaron casi todos los maestros del jazz.
Pero ella estaba ahí y ninguna herencia parecía pesarle. Sobre el escenario, la chica de pelo afro ingobernable empezó a cantar como si estuviera en el living de su casa. Una voz dulce, despojada, a veces diáfana, a veces rasposa, siempre sugerente, se adueñó de la noche. Victory Boyd era todavía muy poco conocida esa madrugada de enero, aunque, supimos después, 2017 había sido el año de su "descubrimiento": Ray Z, rapero estrella de alcance global, también productor y representante de artistas, la había escuchado cantar, y fue escucharla y proponerle un contrato para grabar en su sello. Lo que siguió fueron entrevistas, shows, miles de seguidores y de likes en las redes sociales.
Pero esa noche en Blue Note ella no hablaba de eso ni de la grabación de su primer tema como solista ni de su álbum debut que estaba en preparación. Victory cantó algunos clásicos ("Somewhere Over the Rainbow", "Feeling Good") y abrió paso después a un repertorio inesperado que incluyó temas propios y canciones de iglesia, sí, algo de gospel y algo de un mensaje esperanzador, navideño, bastante inesperado para el ambiente de la noche y del jazz, se diría en el lugar menos pensado. Su familia, sus padres y ocho hermanos le sonreían desde las mesas del templo del jazz.
A la mañana siguiente, Nueva York apareció cubierta de nieve; era la primera nevada desde que habíamos llegado y salimos disparados hacia el Central Park, queríamos volver a recorrerlo ahora tapizado de blanco y en uno de esos carruajes de película. El cochero se detuvo frente a la fuente de Bethesda y fuimos directo hacia las arcadas. Desde las escalinatas se escuchaban las voces: el coro de la familia Boyd completa cantaba su repertorio de Navidad y la estrella de Blue Note, la chica de la limusina -ahora en jeans, zapatillas y gorrito de lana, como cualquiera de sus hermanos- era una más entre las voces del coro familiar. Cuando le tocó pasar la gorra nos dio un abrazo al reconocernos. Nos había llevado hasta ella, otra vez, la música del azar.