La música de Blas Parera sigue sonando
Alvaro Abós Para LA NACION
Desde hace un tiempo, muchas radios emiten el himno nacional a las cero horas. Se oye entonces la melodía que compuso Blas Parera, tanto en interpretaciones clásicas por bandas militares u orquestas sinfónicas como en versiones de todo tipo: jazzísticas, folklóricas, rockeras, melódicas, corales, con y sin letra. Qué fortuna ganaría Blas Parera si estuviera vivo y cobrara derechos de autor en Sadaic, él que murió en la más espantosa pobreza, al punto de haber sido enterrado en una fosa común después de ganarse, por componer nuestro himno, ¡doscientos pesos!
¿Cuánto cobró el letrista, Vicente López y Planes? Nada. Es que López y Planes fue quien le encargó la música a Parera, en representación de la Asamblea que entonces –1813– gobernaba el país. Como letrista, López se hizo un encargo a sí mismo, siendo como era uno de los protagonistas de la vida política argentina desde que, a sus veintipico de años, fue nombrado capitán de las milicias, durante las invasiones inglesas de 1806. Protagonista, Vicente López lo siguió siendo hasta su muerte, cincuenta años después. Participó de casi todos los gobiernos que se sucedieron desde el Primer Triunvirato hasta después de Caseros: fue gobernador, ministro, diputado, convencional, juez y hasta presidente provisional, en 1827. Fue influyente con Rosas (cuya Corte Suprema integró) y lo siguió siendo cuando éste cayó.
En 1813, poetas cívicos como Vicente López abundaban, pero no así músicos a los que se pudiera encargar una marcha con pretensiones de himno. Blas Parera era un catalán que había llegado al Plata en busca de mejores horizontes. Sobrevivía con encargos ocasionales, dando clases de piano a las niñas ricas o como organista de iglesias. Mientras le pagaran, don Blas componía lo que fuera, además de dirigir orquestas, dar conciertos o animar bailes. Entre 1812 y 1813 puso música a letras patrióticas de Saturnino de la Rosa y de Cayetano Rodríguez. Pero esas marchas “no gustaron” a las autoridades. Sólo el tercer intento, sobre versos de Vicente López, cuajó.
Doscientos pesos no eran una gran suma entonces. Parera volvió a España en 1818, tal vez para poner distancia con la mujer y la hija que dejó, o bien por motivos políticos:siendo español compuso el himno de una nación que estaba en guerra con España. Poco se sabe sobre su vida lejos del Plata, a pesar del esfuerzo de ensayistas como Esteban Buch, de cuyo erudito y ameno libro O juremos con gloria morir extraigo estos datos, salvo que murió en Barcelona, indigente, en fecha incierta.
Si de Blas Parera se sabe poco, de Vicente López y Planes quedó una fuerte presencia en la nomenclatura porteña, como en la calle y la plaza, donde se levanta su estatua, y en un importante partido de la provincia de Buenos Aires.
Blas Parera sólo tiene una calle porteña, de 200 metros. En compensación, está situada en uno de los distritos más elegantes de la urbe, lo cual, tomando en cuenta el desgraciado final de don Blas, no deja de ser una ironía. No se han levantado estatuas (que yo conozca) al autor de la música del Himno, cuya melodía suena sin pausa en el aire argentino de este siglo y, desde los estadios de fútbol de Alemania, llega estos días a todo el planeta.
¿Puede extraerse alguna lección de la peripecia póstuma de este hombre a quien Esteban Buch llama “héroe fallido”? Blas Parera no se dio importancia, no ostentó lo que había hecho: simplemente cumplió con un encargo, cobró y a otra cosa mariposa. Sin embargo, su música inspira a nuevos creadores, mientras que los versos de Vicente López los recitamos con automatismo, sin reparar en su significado. No conozco poetas que reescriban esos versos.
Blas Parera, en cambio, consiguió lo que muy pocos logran: que su obra se convirtiera en memoria. Visto desde la óptica de los valores que hoy prevalecen en nuestra vida social, Blas Parera hizo lo contrario de lo que debía: no se “promocionó”. Hoy, el primer mandamiento de todo funcionario es presentar lo que hace no como el mero cumplimiento de un deber –para eso le pagamos el sueldo–, sino como una gesta. La comunicación se desliza rápidamente al autobombo. No contentos con ese narcisismo público, los funcionarios se apropian de memorias o símbolos ajenos, gula que no se detiene ni siquiera ante los llamados símbolos patrios. Así, por ejemplo, el último 25 de Mayo fue convertido en fastuosa autocelebración política del poder de turno: no hubo, en el discurso presidencial, ni una palabra para la Revolución de Mayo.
De la marcha compuesta por Blas Parera dijo Alberto Williams, en 1927, que “tiene algo de sublime”. Charly García, no sin causar escándalo, dictaminó, en 1990: “El himno mata”. Parera ha consumado una hazaña de la que no muchos músicos pueden jactarse, ya sean autores de un jingle o de una sinfonía, de un hit o de un tanguito: hace casi doscientos años que su música suena en los oídos de los argentinos.
Tampoco José Hernández tiene estatua. Pensándolo bien, ¿qué es más importante: tener estatua o ser memoria de la gente, alumbrar algún pedacito de felicidad cotidiana?