La mujer más hermosa del mundo
Hace menos de diez días, mi amigo Jorge Cruz, académico de Letras y mi predecesor en la conducción del desaparecido Suplemento Cultura de este diario, me regaló un libro que pertenecía a su biblioteca y es una joya. Me dijo: “Este libro te va a ser más útil y placentero a vos que a mí”. Le pregunté cómo había conseguido esa edición notable. Me respondió: “La heredé de María del Luján Ortiz Alcántara”. Era una distinguida poeta, colaboradora del Suplemento Literario, fue presidenta del Pen Club Argentino y activa mujer de mundo.
El nuevo libro de mi biblioteca fue editado en 1913 por Goupil & Cie. Es un lujoso ejemplar numerado (083 de 200) de la primera edición de La Divine Comtesse. Étude d’après Madame de Castiglione, del conde Robert de Montesquiou-Fézensac, con un prólogo de Gabriele D’Annunzio, y fotografías de la condesa.
Cruz sabe que soy un proustiano irredimible y que el Étude me iba a apasionar por el autor, el ilustre prologuista, y su tema: Virginia Oldaini, condesa de Castiglione (1837-1899), amante de Napoleón III por un año. Se la consideraba la mujer más hermosa del mundo. Se casó muy joven con el conde de Castiglione y tuvo un hijo, Georges. Su primo político, el primer ministro del Piamonte, Camillo Benso, conde de Cavour, supo emplear la hermosura y la inteligencia de Virginia. Le encomendó una misión. Ella debía seducir al emperador, convencerlo de que declarara la guerra a los austríacos y apoyara la Unidad de Italia. Todo sucedió como había sido planeado. Virginia decía: “Yo hice la Unidad de Italia”. Fue persuasiva, pero no la única.
La condesa se convirtió en una mujer-leyenda. El poeta Robert de Montesquiou (alias Quiou-Quiou) estaba obsesionado con ella. Uno de los antepasados del conde era D’Artagnan. Quiou-Quiou, por su parte, le sirvió de modelo a Proust para crear al célebre barón de Charlus, personaje fundamental de A la recherche du temps perdu.
El misterio de esa mezcla de espía, diplomática y hetaira hizo que Montesquiou la convirtiera en un fetiche. Coleccionó todo lo que encontró de esa mujer-mito, que murió a los 62 años, después de pasar dos décadas encerrada en su departamento de la place Vendôme, cerrado para todos, menos para las pocas personas que la asistían.
La condesa no quiso que nadie la viera envejecer, ni siquiera ella misma. Clausuró las ventanas de su casa y se desprendió de todos sus espejos. El hijo de la condesa, Georges, tan hermoso como ella, dilapidó el dinero de su madre hasta que se dedicó a la diplomacia. Su primer destino fue el de attaché en la legación italiana en Buenos Aires. Después sirvió en Lisboa y Madrid, donde se casó con su prima Amalia, hija del marqués Sanmarzano. Murió de viruela en Madrid, a los 24 años.
La condesa, “reclusa de su belleza”, había previsto su ancianidad. A mitad del siglo XIX, en pleno esplendor, se propuso dejar registro de su perfección. Comenzó a posar para Pierre-Louis Pierson, el fotógrafo de la corte. Cambiaba su vestimenta en cada placa. Se disfrazaba de personajes históricos o imaginarios, como la Reina de Etruria, Reina de corazones o una aristócrata del siglo XVIII. Ella misma diseñaba sus atuendos y la escenografía que la rodeaba; también decidía su pose y el enfoque del fotógrafo. Los críticos de hoy la consideran una pionera de las selfies y, por su gusto de pintar las fotografías, una predecesora de la utilización de distintas técnicas en una misma obra.
Robert de Montesquiou alcanzó a rescatar 430 fotografías después de la muerte de Virginia. Parte de ellas ilustran la edición.
Pienso: ¿a quién, a mi vez, le pasaré ese magnífico volumen en unos años? Debe ser tan especial como el libro. Primer requisito: ser un proustiano.