La muerte del general Güemes
Evocar el paso a la inmortalidad de algún prócer de nuestra independencia es siempre un motivo de orgullo para los argentinos, pero en este caso, recordar el del general Martin Miguel de Güemes, cuando se cumplen dos siglos de aquel 17 de junio de 1821, debería ser un momento obligado de reflexión, recordación y profunda satisfacción por haber tenido hombres de su talla, que vivieron y murieron dejando testimonios que nos llenan de orgullo y que deberíamos imitar para que su lucha y su muerte no hayan sido en vano.
Su vida está llena de ejemplos, pero podríamos sintetizarla de la manera en que lo hizo el general San Martín en su correspondencia: “de coraje temerario, mimetización popular y clara lucidez intelectual”.
El historiador salteño Bernardo Frías, en su obra Historia del General Martín Güemes y de la provincia de Salta, o sea la independencia argentina, relata como lo consideraban los realistas: “Había sido siempre Güemes un obstáculo insuperable para las ambiciones españolas. Les era notorio su inmenso prestigio en las masas y probado en cuanta vez invadieron el suelo de la provincia de Salta, que bajo su dirección este pueblo era invencible”.
No sólo las armas habían fracasado, también fracasaron las tentativas de seducción ya que este patriota era incorruptible. La única solución era eliminarlo, tomándolo prisionero o matándolo, y para ello debían encontrar la coyuntura necesaria.
La oportunidad se dio cuando los revolucionarios de Salta y Jujuy lo destituyeron del gobierno mientras él se ocupaba de la guerra con otro enemigo interno, Aráoz, el gobernador de Tucumán; y si bien al regresar volvió a retomar sus funciones, la traición estaba flotando en el ambiente.
Su ejecutor fue el comandante José María Valdez, apodado el Barbarucho, hábil conocedor de la zona, buen guerrero y conductor de hombres, pero insolente al tomar la iniciativa de llegar hasta la propia casa de nuestro héroe, para matarlo o hacerlo prisionero, ya que sólo había recibido la orden de sitiar Salta. Tuvo la suerte que en su avance se encontró con un baqueano que conocía todos los detalles del lugar y las actividades de Güemes, lo cual lo alentó a desarrollar su plan.
Por caminos de montaña totalmente inexplorados, llegó desde el oeste hasta el linde de la ciudad, sin ser detectado, al anochecer del 6 de junio de 1831 y allí dividió su fuerza de unos 300 hombres de infantería, cerrando las probables salidas de Güemes, en los cuatro puntos cardinales. El prócer cenaba en la casa de su hermana Macacha cuando en las primeras horas del 7 de junio se confirmó la presencia realista en sus proximidades. Su caballo estaba ensillado en el patio y en la puerta de su casa lo aguardaba su escolta de 25 gauchos. Eligió no escaparse por una puerta falsa porque pensaba que abandonar a su escolta “sería una cobardía”.
Intentó escapar hacia dos direcciones, pero fue rechazado por el fuego enemigo, finalmente sable en mano y tendido sobre el cogote de su caballo, arremetió a todo galope hacia el norte, quebrando el bloqueo, pero un proyectil enemigo lo alcanzó. Aún así, escapó.
“Me han herido”, exclamó a los pocos hombres que quedaban, ya que la mayoría de su escolta había caído muerto o prisionero. Luego de una penosa marcha, Güemes fue puesto en una camilla y llevado hasta la quebrada de la Horqueta, donde sus gauchos formaron un cerco para proteger a su comandante herido.
El general Olañeta, ya dominando la ciudad de Salta y enterado de la gravedad del estado de Güemes, le envió un emisario ofreciéndole médicos, traslado al hospital y todo tipo de garantías e inmunidad, a lo que nuestro ilustre salteño, agradeciendo, se negó rotundamente. Olañeta insistió al día siguiente, ofreciéndole honras, garantías, empleos y cuanto quisiera, siempre y cuando él rindiera las armas al rey de España. Esta vez Güemes fue menos amable, respondiéndole al emisario: “señor oficial, está usted despachado” y simultáneamente con voz marcial ordenó a su segundo en el ejército: “Coronel Widt, tome usted el mando de las tropas y marche inmediatamente a poner sitio a la ciudad y no me descanse hasta no arrojar fuera de la patria al enemigo”.
En esos días recibió la visita del doctor Castellanos, quien nada pudo hacer y comunicó la inevitable realidad del enfermo, dadas las complicaciones de su herida. Se cumplía el pronóstico, de tiempo atrás, de su médico personal, el doctor Redhead, en esos momentos acompañando al general Belgrano a Buenos Aires; “cualquier herida que recibiera, sería mortal”.
Llegando las últimas horas del día 17 de junio, el general Güemes dejó de existir, pasando a la inmortalidad a los 36 años.
“Diez días se había prolongado su dolorosa agonía, soportada con la mayor entereza y dignidad, sin perder nunca de vista la suerte de la patria”, cuenta Bernardo Frías. Fue velado en la capilla del Chamical y, luego de la misa, sepultado en sus proximidades.
Güemes fue el único general de la Guerra de la Independencia muerto por una bala enemiga.
General de brigada (R), presidente del Instituto Argentino de Historia Militar